Gotas cristalinas de sudor frío marcan un sendero empapado de ansiedad desde la erizada piel de mi nuca hasta la parte baja de mi espalda. Los dedos de mis manos tiemblan sin control y me obligan a cerrar ambas extremidades en fuertes y firmes puños para no denotar mi nerviosismo. Delicados copos de nieve blanca caen sobre la oscura tela de mi cazadora mientras sigo esperando, observando, acechando. Me obligo a tomar largas y profundas inspiraciones mientras entiendo, con tristeza y desesperación, que los minutos pasan y con ellos, la oportunidad de cumplir nuestro objetivo. A mi lado, Colton y Sam, susurran al viento maldiciones e improperios cuando comienzan a aceptar que tal vez todo haya salido mal; que quizás, lo demás no van a volver.
Hace más de tres horas que Hunter y el equipo táctico de Trevor, quien había convencido a algún otro compañero militar, han entrado en el palacio con un único objetivo: matar al rey. A pesar de mis exasperantes dudas e inseguridades, tanto los chicos de la mansión como Hunter y Seth, han decidido que no existía un mejor momento para atacar que el actual. Con los ojos de todos puestos en Lyon y las recientes fugas de la prisión Zuller, la seguridad sobre el rey sería menor. Sin embargo, hay algo que me inquieta y sacude mi confianza sin ningún tipo de cuidado, pero no sé qué es.
Las preguntas se agolpan en mi mente conforme el tiempo pasa y nadie sale de la casa.
—¿Alguna novedad?— pregunta Collins acercándose cautelosamente hacia mí. Niego entristecida y vuelvo a fijar la vista en la puerta trasera del gran edificio.
No sabría explicar con exactitud qué es lo que ha ocurrido entre Collins y yo desde aquella mañana en la que decidí entregarle el collar de su padre. De todos los que me rodeaban, fue Collins el que más seguridad me brindaba. Es cierto que Hunter puede protegerme de gran parte de la maldad de este mundo, pero no puede hacer esto mismo con su pasado y su inseguridad. En cambio, con Collins nunca pensé en que tal vez podría herirme, y mucho menos imaginé que no solo me dañaría emocionalmente, sino también lo haría físicamente. Como hizo al empujarme desde lo alto de las gradas.
Como si de un acto reflejo se tratase, llevo mi mano hasta mi espalda y palpo la zona una vez más. Las yemas de mis dedos acarician con delicadeza la piel de la zona y dejo escapar un suspiro de alivio, pero también de confusión. La noche en la que volví a ver a Röml no solo me raspé las rodillas al caer por la colina. No, estoy segura de haber chocado contra aquella gran piedra y de haber oído el inconfundible chasquido de un hueso rompiéndose. Me rompí la espalda, pero desperté ilesa en el hospital. Hunter no quiso indagar en el asunto e intentó tranquilizarme, pero aquel día en el instituto volvió a suceder, pero con mayor rapidez. Caí desde más de siete metros de altura y, sin embargo, en menos de cuatro minutos ya estaba en pie enfrentando a un hombre que me supera en estatura, fuerza y masa muscular.
¿Cómo es posible que sane tan rápido? ¿Por qué ahora sí y no antes, cuando más lo necesitaba?
— Hemos acabado— dice la voz grave de Trevor por el intercomunicador .
—Jaque al rey —murmuro sin aún creerlo.
La puerta trasera se abre y un grupo de hombres sale con pasos firmes y decididos del edificio. Hunter lidera el grupo mientras se ajusta la cazadora y pasa una mano por su pelo rebelde. Parece despreocupado, como si asesinar a tu padre fuese algo normal que se hiciese cada vez que no sabes con qué entretenerte. Detrás de él, Trevor y los demás hombres sonríen victoriosos mientras estrechan sus manos. Cuando nos separan menos de dos metros observo con incredulidad cómo las emociones batallan en los ojos de Hunter. En los ojos llorosos de Hunter. Sin pensarlo, corro hasta sus brazos y dejo que oculte su rostro en la curva de mi cuello. Sus lágrimas caen sin control cuando lo llevo a una zona más alejada del bosque para intentar consolarlo.
— Todo está bien, mi vida— lo animo y noto sus brazos tensarse alrededor de mi cintura.
Temblores fuertes y descontrolados surcan su cuerpo al oír mis palabras. Todos mis intentos de calmarlo son en vano y me alarmo al notar que su respiración es cada vez más rápida y entrecortada. No es hasta que tomo su rostro entre mis manos cuando noto que sus pupilas están dilatadas y parecen no mirar hacia ningún sitio. Lo obligo a sentarse en el frío suelo de nieve y, con cuidado, froto su espalda al mismo tiempo que lo inclino hacia delante, de forma que su cabeza cuelga entre sus rodillas flexionadas.
Decenas, cientos e incluso miles de halagos y citas optimistas escapan de mis labios hasta que vuelve a respirar con normalidad. La curiosidad me carcome cuando entiendo que algo más ha ocurrido entre los muros del palacio.
—Todo va a estar bien—repito sin dejar de acariciar su pelo cuando apoya su cabeza en mi pecho.
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Editado: 16.05.2018