Los diversos colores eran tan brillantes que los niños tuvieron que parpadear varias veces y restregarse los ojos para poder ver aquella inmensa e indescriptible maravilla que se extendía ante ellos.
Definitivamente ya habían abandonado el Mundo Real y el Pasillo de los Recuerdos para adentrarse en el Sueño, especialmente en el fantástico País de las Maravillas. No cabía duda de que ya estaban soñando y el lugar en el que se hallaban era el mítico País de las Maravillas, pues todo cuanto podían ver —una vez que los colores brillantes dejaron de cegarles— era absolutamente maravilloso.
Los niños estaban en mitad de un jardín inmenso que se extendía kilómetros y kilómetros hacia el horizonte. Desde donde estaban situados podían observar diversas colinas, praderas, valles y montañas que se extendían hasta el infinito.
Los hermanos se giraron para contemplar por última vez la brillante puerta dorada con forma de corazón que les había permitido llegar hasta allí, pero... ¡no estaba! ¡Había desaparecido! ¿Qué pasaría si quisieran regresar a Heidelberg? ¡No podrían volver! Entonces respiraron hondo y pensaron que no querían regresar a ese esperpéntico orfanato de mala muerte... ¡Lo que veían ante ellos era maravilloso! Este lugar les pertenecía ahora, y ya era el momento de tener un hogar y divertirse... ¡Y aquí se lo pasarían en grande! Ese lugar era fantástico, es más, era único. Y si indagaban más en sus recuerdos podían recordar que tanto Wonderland como esas extrañas Cartas, los Guardianes de la Puerta, les habían dicho que nunca más podrían regresar al Mundo Real...
El País de las Maravillas, al parecer, tenía entrada pero no salida.
Los niños comenzaron a caminar. Se sintieron como si estuvieran flotando en un sueño, pero lo cierto es que así era. El paisaje que se veía era realmente especial y colorido: altísimas montañas moradas, enormes valles rojos, inmensas praderas amarillas, incontables colinas azules... Arriba, el cielo era de un curioso tono rosáceo parecido al color del algodón de azúcar, y algunas nubes blancas y esponjosas lo cubrían, pero no se veía el Sol por ninguna parte. Sin embargo, debía ser de día, pues todo estaba muy iluminado. Abajo, un suave césped fluorescente cubría el suelo.
La niña pasó las manos por la delicada extensión esmeralda y notó un olor agradable y conocido... Entonces, se llevó un poco de césped a la boca.
—¡Es menta! ¡Sabe a menta!—exclamó, animada—. ¡Es pegajoso y... es un chicle!
El muchacho imitó a su hermana y comprobó que aquel césped que pisaban era en realidad ¡chicle de menta! ¡Entonces, ante ellos se extendían incalculables kilómetros de goma de mascar!
—¡Es fantástico!—exclamó el niño, encantado.
Los hermanos caminaron por el jardín mascando aquel peculiar chicle de menta hasta que llegaron a un caudaloso río largo y ancho. Pero lo extraño era que sus aguas en lugar de ser cristalinas, eran marrones.
—¡Qué extraño! Parece que el agua está sucia... ¿Cómo puede haber un río contaminado en este paraíso?—se preguntó el hermano mayor, desconcertado.
La hermana pequeña, que era muy curiosa, se acercó al río y se arrodilló ante él. Cuidadosamente metió una mano en el líquido marrón y se dio cuenta de que aquella sustancia no era tan líquida como el agua. Es más, olía a...
—¡Chocolate!—exclamó, entusiasmada—. ¡El río no está contaminado! ¡Lo que transporta el río no es agua, sino chocolate!
El chico se acercó al borde del río y probó aquella sustancia.
—¡Es cierto!—afirmó, contento—. ¡Es increíble y maravilloso!
—Pues créetelo... ¡Ahora ésta es nuestra casa! Éste es nuestro hogar y... ¡Éste es el País de las Maravillas! Por eso todo es tan maravilloso—respondió la chiquilla, emocionada.
—Oh, simplemente no me puedo creer que vayamos a vivir para siempre en este fantástico lugar ¡y que sea solo para nosotros dos!—exclamó el niño.
La pequeña asintió, pues estaba totalmente de acuerdo con su hermano.
—Y ahora, ¿a dónde vamos?—preguntó la niña—. ¡Este lugar es inmenso!
—¡Vamos a explorar la zona!—propuso el mayor, animado.
Editado: 27.08.2018