El descenso se producía de una manera vertiginosa. Los niños bajaban a una velocidad impresionante por aquel extraño túnel que parecía no tener fin. Desde luego, aquella Madriguera era muy peculiar pues no se le asemejaba en nada a las auténticas «madrigueras» que habían visto anteriormente, cuando vivían en el Mundo Real. Sin embargo, eso era comprensible ya que ésta no era una simple madriguera sino uno de los muchos Portales que existían en el País de las Maravillas: el Portal que les llevaría directamente hasta la Aldea de Porcelana.
La Madriguera estaba iluminada por unos fuegos que titilaban alegremente en varios candelabros colgados de las paredes del túnel, así que los niños pudieron contemplarlo todo en su veloz caída: aquel interminable pasillo subterráneo estaba plagado de objetos que flotaban en el aire y se mantenían suspendidos en él como si la gravedad no les afectara. Se trataban de objetos conocidos como sillas, mesas o estanterías, pero también había ciertos cachivaches extraños y totalmente desconocidos que no habían visto en sus vidas.
Los hermanos gritaban, esquivaban los objetos que se interponían en su caída, rebotaban encima de camas y sofás, giraban y daban volteretas en el aire, y evidentemente, esperaban con ansias el final de su descenso... Porque ese misterioso túnel debía tener un fin, o si no se pasarían la eternidad cayendo en un vacío infinito.
No se sabe cuánto tiempo estuvieron así, descendiendo y cayendo en picado, bajando por aquella curiosa Madriguera. Tal vez pasaron años, quizá meses, puede que semanas o incluso horas. Finalmente, les pareció que esa increíble velocidad con la que viajaban iba menguando por momentos, pues su caída era cada vez más lenta y pausada. Los niños, por un instante, quedaron suspendidos en el aire y de repente cayeron sobre una cama, rebotaron en el esponjoso colchón y se dieron de bruces contra el suelo.
¡Por fin habían llegado al final de la Madriguera! ¡Su descenso había finalizado y habían tocado el sólido suelo! Si es que acaso éso lo era...
Los hermanos vieron, asombrados, una enorme y lujosa lámpara de lágrimas que colgaba del suelo en el sentido inverso a como cuelgan del techo las lámparas del Mundo Real: mientras que su dorada base se aferraba al suelo, las pequeñas y deslumbrantes lágrimas de luz flotaban en el aire y se mecían de un lado a otro, como si las leyes de la física y la gravedad no se aplicaran en ellas.
—Pero, ¿cómo...?—musitó sorprendido el hermano mayor. Sin embargo, no pudo terminar su pregunta puesto que de pronto, ambos chiquillos cayeron... hacia arriba.
Esta vez sí que habían aterrizado en el suelo y no en el techo de aquella sala. Los dos niños contemplaron el lugar en el que se hallaban: se trataba de una sala circular y no demasiado grande. El suelo estaba compuesto por brillantes baldosas blancas y negras, como si aquello fuera un gran tablero de ajedrez —y redondo, por cierto—. Arriba, en el techo, había un gran agujero que conectaba con el larguísimo pasillo que habían atravesado para llegar hasta allí. Podían ver los diversos objetos flotando en el sentido inverso a las agujas del reloj por aquella nada; y arriba del todo, totalmente inalcanzable, un pequeño punto de luz: la luz del día, la apertura de la Madriguera por la que habían caído.
—¡Oh, no! ¿Y ahora cómo saldremos de aquí?—exclamó preocupada la hermana menor.
—Tal vez podamos salir por alguna de estas puertas—respondió el niño, señalando tres puertas dispersadas por aquella sala.
Los hermanos se acercaron a la primera puerta: tenía forma de pica y era tan roja como la sangre. Los chiquillos agarraron su pequeño picaporte con forma de espada; sin embargo, por mucho que tiraron, no consiguieron abrir esa puerta. Por ello, se dirigieron a la segunda: ésta era tan azul como el mar y tenía forma de diamante. Los niños tomaron su peculiar picaporte con forma de violín, pero por mucho que lo forzaron, la puerta no se abrió. Acto seguido, los pequeños se acercaron a la última puerta: era tan verde como la hierba y tenía forma de trébol. Los críos aferraron su curioso picaporte con forma de corona; sin embargo, por mucho que lo giraron y lo rodaron, no pudieron abrir esa última puerta.
Los niños, desolados, volvieron a intentarlo desde el principio pero a la quinta vez se dieron por vencidos: por mucho que empujaran, tiraran, forzaran o rodaran sus picaportes, ninguna de las tres puertas se abría.
—¿Qué haremos ahora?—susurró tristemente la niña, dejándose caer al suelo.
Su hermano se encogió de hombros, pues él tampoco sabía cómo podían salir de allí. ¿Por qué era todo tan difícil? ¿Qué pasaría si la Madriguera era otra trampa y no tenía salida?
«Si hay una entrada, debe haber una salida. Solo tenéis que buscar bien...»
Aquella susurrante voz resonó en la sala y sobresaltó a los niños, que se miraron asombrados.
Editado: 27.08.2018