Capítulo 12 - Aldeanos
Era hora de rezar.
La hora favorita de mis padres, siempre sonreían y se vestían con sus mejores ropas. Pero esta vez, se sentía diferente. Estaban preocupados, podía verlo. Las ropas de la iglesia seguían sobre la cama, y ellos se miraban en silencio. Algo malo pasaba.
Quise hablar, pero no me atreví. Era una niña, pero sabía muy bien que hacer demasiadas preguntas podía costarme la vida. Les había pasado a muchas antes que a mí. Me dije que tal vez se debía a que ese año la cosecha no dio lo suficiente para que comiéramos, o que la leche de las vacas salió mala. Eso causaba tensión a cualquiera.
Esperé, mirando por la ventana de mi casa, el sol se ocultaba en el horizonte, olía a tormenta. Suspiré, viendo el lado bueno, después de la iglesia mi familia volvía de buen humor, mi padre tocaba la guitarra y mis hermanos cantaban alegres, ser bendecidos por el señor siempre nos recordaba a todos que la vida era un regalo y debía celebrarse.
El sol desapareció por completo. Los demás pueblerinos salían de sus casas rumbo a la iglesia, las campanas comenzaron a sonar, acelerando mi corazón. Miré a mis padres, me daban la espalda, no se habían vestido aún.
Quise preguntar, pero mi hermanito menor se adelantó.
— ¿No iremos a la iglesia? —su voz me hizo sonreír, tenía cuatro años y hablaba mejor que los demás.— Quiero usar mi ropa bonita.
Mis padres se giraron a verlo, mi madre sonrió, pero sus ojos estaban rojos. Mi padre se acercó a él y lo levantó en brazos.
—Esta vez no iremos —informó, logrando que los demás nos sorprendiéramos.
No era prudente perderse los sermones del pastor. La gente hablaría, y lo último que la familia necesitaba, era que se sembrara la semilla de la sospecha sobre alguno de ellos.
— ¿Por qué no iremos? —me animé a preguntar.
Mamá me miró unos segundos, sus ojos decían tanto, estaba aterrada. Negó con la cabeza y se fue a la cocina, preparando la cena.
Después de cenar, nos fuimos a la cama temprano, yo estaba triste, ir a la iglesia me gustaba, el pastor nos daba dulces luego de que todo terminaba, dulces que nosotros no podíamos comprar. Cerré los ojos, recordando el sabor del último que me comí.
Los golpes en la puerta me despertaron. Escuché a mi padre levantarse y salir a la puerta principal con una vela en sus manos, y luego de que mis ojos se acostumbraran a la oscuridad, pude ver que traía su escopeta. Bajé de mi cama y me acerqué al umbral, ellos hablaban con alguien, reconocí la voz del pastor.
—Esas son acusaciones ridículas —la voz de mi padre comenzó a decir.— Es solo una criatura, ¿quién ha sido tan desalmado para acusarla de tal aberración?
—Debe ser juzgada —sentenció la voz del pastor.— Nuestra comunidad ha decidido eso hoy, si tu familia no tiene nada que ocultar, ¿por qué faltaron al sermón?
Yo quedé helada, ¿a quién acusaban? ¿Por eso no habíamos ido? Miré a la cama donde mis otros tres hermanos seguían durmiendo.
—Acusar a mi hija de brujería es imperdonable, es solo una chiquilla, es hija de dios al igual que nosotros —la desesperación en la voz de mi padre fue aterradora.
Mamá comenzó a llorar.
—Hay testigos —informó el pastor.— Alguien la vio hablando sola junto al río.
Yo no podía creerlo, yo no hablaba sola, no iba al río, me aterraba el agua, muchos habían muerto ahogados. El pastor mentía. No había notado que él no venía solo, las voces comenzaron a crecer, como un siseo de susurros llenos de veneno.
«Bruja», escupían, «Nos ha engañado a todos», «Debemos acabar con ella».
El llanto de mi madre aumentó, mientras papá forcejeaba con los aldeanos que luchaban por entrar a nuestra casa. La escopeta se disparó, y como si la mecha se hubiera encendido, la turba logró capturarme.
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Editado: 22.06.2023