Me hallaba semi dormido en la incómoda camilla del hospital cuando un leve ruido me hizo abrir los ojos.
Nada, leve penumbra, típico de las madrugadas, serían quizá las tres o cuatro —suspiré—. “Hora muerta”, ¿eh? Y en un hospital, solo esperaba que la cosa que me perseguía no atrajera a otros demonios.
El silencio reinaba, nadie se había quedado conmigo esta noche, igual no importaba porque ya más tarde podría salir de este apestoso lugar.
—Aleeex… —me llamó un espectral susurro.
Me enfrié y busqué con la mirada de dónde había provenido. Había sido tan silencioso que podría jurar que lo había provocado el mismo viento.
—¿Gato? —me digné a preguntar, quizá era él.
—Estás condenado —volvió el susurro espectral.
Miré hacia la pared de enfrente y me horroricé.
Flotando cerca del techo se hallaba una mujer con bata negra, flotando, y sin piernas. Tenía el rostro pálido y la cabeza caída a un costado. Levantó un poco la mano y me señaló para luego esfumarse con lentitud.
Tragué salida con dificultad ahogando un grito. Miré a mis costados otra vez y pude divisar un bulto negro en la esquina más lejana —miré hacia otro lado—. No quería seguir viéndolo, aunque de seguro era el bicho, tenía miedo, mucho miedo por primera vez, de que fuera alguna otra cosa como la que se me había presentado hace unos segundos.
.....
Cuando estuve en casa lo primero que hice fue marcar el número de Joel.
—Qué —respondió—, ¿ya resucitaste?
—Calla, idiotas, ¿se creen muy graciosos?
—¿Y ahora qué? Por cierto, idiota tú. ¿Y a qué viene esto?
—¡No me pareció graciosa su broma del ramito de flores!
—Cuál ramito de flores oye imbécil, ni que fuéramos maricas…
No pude evitar sonreír ante su expresión.
—Sí claro, niégalo. Sabes bien que te mueres por mí, cariño —respondí, aunque seguía lleno de rabia—. Bueno, olvídalo, llamaré a alguien más.
Corté y marqué otro número, al cual debí llamar primero.
—Diane…
—¿Ya estás mejor? Qué alivio…
—¿Quién te dio ese ramo a que me lo llevaras?
Guardó silencio unos segundos.
—Ay, creo que Miguel, no recuerdo bien, me abordó en plena calle, iba apurado.
Entrecerré los ojos y suspiré.
—Bueno… Lo llamaré.
—¡Eh! ¿Pero ya estás bien?
—Sí… —tensé los labios— Sabes, de algún modo tengo un vago recuerdo sobre el accidente… Tengo la impresión de que estabas ahí, recuerdo haberte visto.
Soltó una corta risilla.
—Quizá te parece, ahora todo debe lucir confuso. Yo estaba en mi casa cuando me enteré.
Suspiré.
—Claro… Debe ser, bueno, chau —colgué.
Miguel, seguro él. Marqué su número.
—Podrías pasarte todo el día llamando, nadie te va a decir la verdad —dijo el bicho, haciéndome colgar.
—Tú qué sabes.
—Tonto, tonto humano, recuerda que tienes prohibido decirle a alguien sobre mí.
Lo miré, estaba sobre mi escritorio viéndome fijamente.
—Claro, debí suponer que si persigues a alguien más, no podrá decírmelo.
—Oh descuida, no los conoces. Por cierto, se acerca viernes trece…
La sangre se me enfrió.
—A… A qué te refieres —murmuré con cautela—, no hay nada especial con ese día, nunca lo has mencionado.
—Oh, lo olvidé, así como en martes trece, los viernes trece también debes ser responsable de la muerte de alguien…
—¡TRAMPOSO! —grité incluso antes de que terminara de hablar.