Ya era de noche, los dos chicos se encontraban sentados en el sofá del amplio salón. Ninguno decía nada. Tampoco era necesario. El silencio se vio interrumpido por Cassia, que repiqueteaba su pie derecho contra el suelo de madera. Liam sabía perfectamente que significaba... Estaba nerviosa. Su cerebro empezó a trabajar para soltar uno de esos comentarios que solían hacerla sonreír, pero ninguna palabra alcanzó a abandonar sus labios, porque la castaña se levantó y empezó a caminar en dirección a la terraza.
—Hey ¿a dónde vas? —preguntó él sujetando suavemente su muñeca, deteniéndola.
—Voy al balcón —dijo la castaña.
—¿Y para qué quieres ir al balcón? —hizo una mueca, la idea no le agradaba—. Hace mucho frío allí afuera, podrías resfriarte.
Ella no se movió, de hecho, se acercó más a él, la idea era descabellada, si, más teniendo en cuenta que estaban próximos a inicios de invierno. Pero la idea que tenía en mente era más fuerte.
—Voy a contar las estrellas —susurró.
Liam tardó en procesar lo que había escuchado ¿estará bromeando? Pensó, Intento no decir nada absurdo que pudiera hacer sentir mal a la castaña. Se veía muy ilusionada.
—Eso es imposible —replicó él.
Bueno, tal vez no lo intentó lo suficiente.
—¿Y por qué es imposible? —frunció el ceño. Todavía tenía la mano de Liam alrededor de su muñeca, pero no le incomodaba, de hecho, le gustaba que estuviera tan cerca.
—Porque hay miles de estrellas —dijo como si fuera obvio—. Tardarás en contarlas mmm... no sé... ¿toda la vida, quizás?
Él pensó que decirle lo obvio la haría cambiar de opinión, hacía mucho frío afuera. Lo que menos quería era que pescara un resfriado, y ni siquiera tenía una chaqueta encima para abrigarla. ¿Quién salía con ese frío sin una chaqueta? Si. Él. Sin embargo, esa ilusión presente en los ojos de la castaña no flaqueo en ningún momento.
Para su sorpresa ella lo tomó de las manos y se acercó de manera que quedaron cara a cara, podía sentir su respiración. Él tragó saliva, si la tenía tan cerca no podía pensar bien, era el efecto que ella causaba en él. Su sonrisa se ensanchó.
—¿Quieres acompañarme? —murmuró tan cerca, que sin problemas él hubiese podido contar cada peca que adornaba su nariz.
Y, para su suerte o desgracia, la siguió.