¿y si Digo Que No?

Capítulo Uno: Cementerio

He visto a las personas darme sus condolencias; no me pierdo la forma en que suspiran aliviados junto al ataúd. «¿La odiaban?» Es lo que me gustaría saber, mi obstáculo principal son mis guardaespaldas: mis supuestos amigos.

En las venas me corre sangre impregnada en ira. Ellos cruzaron todas las líneas que había establecido. Me hablan como si estuviese a punto de propinarles un puñetazo entre ceja y ceja. Lamentablemente están en los cierto. Me han decepcionado. Van a desecharme; nadie le hace tal barbaridad al mejor prospecto de amiga.

Resoplo viendo que una chica de mi edad se aproxima y detiene sus pasos frente a mí.

—Mi más sentido pésame, Minett —acaricia mis manos—. La señora Biancheri era muy querida por mí, es triste que haya caído en la demencia a tan temprana edad.

Arrugo frente, nariz y boca. «¿Cómo se atreve a decirme algo así?» Me dispongo a responderle, por fortuna Hungría me toma del antebrazo y se disculpa con la asquerosa chica. Él me conduce hacia la salida trasera de la funeraria; la zona de fumadores.

—Solo esta vez —me ofrece un cigarrillo ya encendido—, con una condición —aleja el cilindro de mi alcance—: tienes que dejarlo.

Parpadeo y arrebato de sus dedos el cigarro sin sopesar su exigencia. Fumar es un mal hábito que tengo desde los dieciséis años. Fue mi escapatoria al sufrimiento familiar y terminó siendo una terrible adicción que no deseo dejar, por ahora. Toso, culpa de mi ensimismamiento. Tiene un sabor extraño que no habría probado si lo hubiese comprado yo misma

—Toma tu porquería —lo estampo en su pecho.

Sin mediar palabra, me siento en un banco de concreto. Me remuevo ante la incomodidad. «Típico del servicio funerario barato».

—Nena, perdón por comportarme así, quiero que estés sana para cuando nos vayamos—estornuda en el interior de su codo—. Los chicos y yo nos sentimos mal por estar habértelo ocultado, me estaba matando.

Su insulso argumento me enfurece, y que venga con sus pretensiones aún más.

Me estaba matando —repito en tono burlón—. Mi mamá murió, Hungría, no necesitaba un ataque de honestidad para que ustedes se sintieran mejor consigo mismos—cruzo los brazos sobre mi pecho—. ¡Me humillaron!

Un jadeo sube por mi garganta. No soy una persona irritable, pero la falta de cigarrillos y la situación ayudan poco.

—No te preocupes —me reconforta.

Iba a disculparme, e insólitamente soy interrumpida por un estornudo colectivo. Enfermos, las cosas van en un maravilloso declive.

—Genial —murmuro pasándome la mano por el rostro.

La efusiva voz de Aleka anuncia nuestro próximo destino: El cementerio.

En autos nos siguen los tediosos “acompañantes”. Quejarme es mi actitud habitual, y en un momento tan pesado como este no puedo ni respirar con tranquilidad.

Hungría, Dissa, Feicco y yo llevamos el ataúd en nuestros hombros. Ya cerca de la tumba de mi abuela vislumbro un grupo de ocho personas esperándonos. Chalecos cubren su pecho, a excepción de un pelirrojo que viste jeans y suéter negro. Me pica la familiaridad, mirarlo a los ojos me produce un temor inexplicable.

—Aquí reunimos el corazón, carne y semilla para darle el santo sepulcro a Ellie Biancheri —sube una copa dorada y bebe un sorbo del contenido—, hija de Pennyna y Ural Biancheri. Que el Dios todopoderoso le conceda el descanso eterno. Amén —todos los presentes repiten lo último.

Indecisa, me acerco a lo que ahora reconozco como una familia renegada, escondida y perturbada. Hermanos, sobrinos y cuñadas de mamá. La chica irrespetuosa del funeral también se les une.

—Impresionante, renegados Biancheri —elevo la voz en un tono neutro y acusador—. Aunque su presencia ya no es requerida, pueden marcharse —señalo la salida.

—Es imposible, nosotros ofrecemos este servicio —sube una de sus comisuras—, además, hay un tema pendiente con usted, Minett.

Me disculpo con mis amigos y el grupo renegado lanza argumentos al azar; enredan las ideas en mi cabeza impidiéndome tomar una en específico.

—Pennyna no está viva para salvarte de tus demonios —susurra en mi oído Oleína, mi prima asquerosa—. Nos necesitas.

En sus maduras caras resplandece la maldad frente a la proposición que ponen sobre la mesa. Desvían el camino a unos treinta metros de donde están sepultando a mamá. Exponen un panteón con aproximadamente veinte fosas ocupadas. Se elevan con nombres y fechas de muerte. Llaman mi atención cinco sepulcros vacíos y un letrero en la diminuta entrada.

“Cementerio Biancheri (cien años)”.

Me estremezco al reparar en cada nombre, y me voy de bruces cuando me percato de la extensión de tumbas adornando la sección.

—Una persona por año, es lo mínimo —se forman en círculo dejándome en el centro—. ¿Has visto todo? Somos esto, decesos a diestra y siniestra.

—¿Qué dices? ¿Te nos unes? —inquiere Oleína.

Zizzer menea la cabeza.

—Muchas gracias, pero no, gracias —escapo de ahí echando humo.

Los renegados como Zizzer no existen. La única manera es que no sea un malasangre, algo debe traer.

Expulso aire ya estando rodeada por mis amigos. Culminó hace algunos minutos el entierro, por ende, abandonamos el lugar, no sin antes escuchar fuerte y claro la confesión de Peter:

—¡Son tus muertos, sobrina, es tu deber respetarlos!

***

—Anda, bebe un poco —un puchero adorna los gruesos labios de Feicco—. Temo por tu salud —Perfecto, ahora ellos se preocupan por la amiga que tiene el olor a humor adherido a la piel.

No obstante, hago lo que me pide porque no necesito problemas con este chico que está pendiente de mí. Después del sepelio fuimos a la cafetería a almorzar comida nada saludable. Tenía que sacarme de la mente los frívolos comentarios de Peter, me están haciendo daño.

El comportamiento paternal de Hungría flota en el ambiente con sus abrazos. No ha podido soltarme en ningún momento, así que no he podido salir a fumar. Dissa reúne a todos en la sala para una charla.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.