El alba cubre mi ensimismamiento matutino, hace deslumbrar mi iris verdoso. Alrededor de mi anular se encaja el anillo de bodas de mi abuela. Mujer que me instó a jurar que antes de los cuarenta tendría hijos, marido y una serena casa que mantener. Sopeso el dilema que ahora protagoniza mis pensamientos:
—Obedecer tus deseos —apoyo mis codos de la encimera—. Vivir aquí por siempre —El suspiro que sale de mí no esclarece mis dudas.
Hungría está bajo los cuidados de quienes lo trajeron a este mundo, estaría allí, pero me obligó a irme con el pretexto de que necesito más tiempo para mí, y esta era mi semana con él, así que mis piernas me trajeron al departamento de mamá. El frío aire me recibió, una ligera capa de polvillo cubría los muebles, y era tan tétrico que limpié cada esquina de este lugar.
Por otro lado, los pendientes de las chicas se adelantaron de emergencia, les tocó correr a última hora para llegar a tiempo. Y Feicco, él cuida de los revoltosos Philip y Estefan.
—El mejor día de mi vida —profiero masajeando mis sienes. No soporto la tensión en mis hombros.
Una ducha caliente aminora la presión relajando mis músculos. Sin percatarme de ello, lágrimas empiezan a caer, mezclándose con el agua. Dolorosos sollozos arremeten en mi contra. La fuerza de los mismos me hace tambalear. Deslizo mi espalda por la pared, llegando al suelo húmedo que eriza en olas mi piel.
Mi respiración errática impide que tome bocanadas para llenar mis pulmones. El vacío que me pellizca desde adentro hace subir un grito por mi ahora hinchada garganta, es como si un felino rasgara el tejido rosa.
Mamá no tenía porque morir, fue una persona excelente, desprendida, comprensiva y tan colaboradora que opacaba a cualquier nefasto con ínfulas de generosidad. Era…
—Perfecta —digo utilizando el soplo de aire que me regala el escenario.
Repentinamente toques a la puerta principal que suben de volumen conforme a la desesperación de quien quiere entrar me sacan de mi tristeza, jalan mi cuerpo a la realidad.
—¡Voy! —aviso envolviendo una toalla alrededor de mi torso.
Pongo un ojo en la mirilla.
Biancheri.
—Entra —digo abriendo la puerta para Lenny Gael.
Entra dando zancadas mientras presta especial atención a los adornos en la sala. Confianzudo se desparrama en el sofá grande, yo solo me quedo de pie a la espinosa expectativa.
—Vengo a confesarte algo —entrelaza sus manos en su regazo—, tu madre no era lo que tú creías que era.
Listo, dirá lo mismo de la última vez, pero un poco más fácil. Ruedo los ojos ante su obvia respuesta. Resumo: mi madre se dedicó a repudiarme, jamás quiso que naciera, fui un error, soy un peligro para la sociedad, y otras cosas aún más ridículas que no logré retener.
—Gael, ¿por qué murió mamá? —Me cruzo de brazos—. Es lo único que quiero y necesito saber —enfatizo elevando mi tono de voz a uno impregnado de agresividad.
Él mira hacia otro lado. En un principio no me obsesioné; en vista de los eventos recientes su muerte debe tener algo que ver.
—Minett —Finge gallardía cuando hace contacto visual—, la persona que se atreva a enfrentarte morirá.
»¿Es que no te has dado cuenta?
El frenesí con que agita su mano delante de mi rostro no es suficiente para tragarme la vasta falacia que acaba de “confesar”. El inevitable cambio en la sala revuelve mi estómago, vomito a un lado sin importar que los ojos de Gael sigan sobre mí.
—Entonces tú… —cual pluma llevada por el viento mi padre se desploma levantando suciedad y sangre.
***
Salir a entregar, como siempre, le concede a mi sufrimiento una bolsa de hielo; entumecimiento. Es decepcionante decir que mis amigos han estado hasta el cuello con sus planes, en mes y medio deberán partir a zonas embutidas del país, uno más abarrotado de personas que el anterior.
Me llega una notificación. La siguiente entrega queda a cincuenta minutos de donde estoy, las afueras del pueblo. Acelero la motocicleta, la velocidad roza los cien kilómetros por hora, el viento arroja hojas secas a mi casco que resbalan y continúan su camino. Meneo la cabeza, detrás de ella mi cabello se enreda formando gruesas bolas interminables. La gran estrella asciende y se cuelga del cielo para estacionarse a media mañana, por consiguiente, las hileras de luz se apagan acorde sienten el calor sobre su careta. Una particular humedad se cuela por mi casco, inundando mis fosas. Las personas salen de sus hogares, igual que la pareja que recibe su caja de pastelitos calientes.
Acelero con más fuerza la máquina y las ruedas toman su propio rumbo. Me guían a la casa de Aleka. Es muy temprano, no hay nadie despierto. Freno suavemente, apago el motor cuando percibo la vibración entrando por mis talones.
—¡Minnie! —Abriendo los brazos y derrochando efusividad todos me abrazan—¡Feliz cumpleaños!
Las para nada forzadas sonrisas en las caras de mis amigos por un segundo, nada más, me hacen olvidar todo el embrollo, que no hay problemas.
Me llevan en brazos hasta el interior de su casa. Está debidamente decorado, globos negros y blancos, una mesa a juego con bocadillos, treinta sillas en una esquina, y por los altavoces sale nuestra música favorita. En un abrir y cerrar de ojos el lugar se llena de personas, los padres de mis amigos, y un par de vecinos de Aleka. De no sé donde aparecen botellas hasta al tope, y vasitos verdes.
Les dan a todos uno de esos, Dissa alza la mano izquierda con el alcohol en sus dedos.
—Estamos reunidos aquí de imprevisto para agasajar y festejar el cumpleaños número dieciocho de Minett Bianchi, nuestra amiga —esboza una sonrisa genuina que rápidamente se ensancha al ver que recibo bien sus palabras—. No interesa qué haya pasado, brindamos por ti, mi pequeña.
Estallan los aplausos. Un momento memorable, ojalá nadie me sacase de aquí. Las horas patinan sobre nosotros, y una llovizna empapa la ropa de los invitados, pero qué importa, no todos los días se puede decir que estás en el paraje indicado.