Ian
Gerardo me había convencido de levantarme temprano para ir a un día de picnic a las afueras de la ciudad y yo seguía con sueño hasta que estacioné el auto y admiré el lugar que habíamos escogido. Teníamos la vista de un río precioso y había un gran bosque detrás de nosotros, perfecto para hacer la caminata larga que teníamos ganas de hacer.
Los dos bajamos del auto y nos instalamos bajo la sombra de un árbol. Ninguno de los dos se había molestado en cocinar así que teníamos varios paquetes llenos de comida chatarra.
El viento era exquisito y no podía esperar la vista de la naturaleza que nos rodeaba. Todo se veía muy tranquilo y hermoso… hasta que vi algo horrible.
Una chica delgada que había llegado de forma extraña caminando sola, saltó la barrera de seguridad y se acercó demasiado a la orilla, pero no se sentó a mirar el paisaje ni comenzó a sacar fotos. Esto era algo diferente. Estaba planeando tirarse.
Tiré a un lado la hamburguesa que tenía en mi mano y comencé a correr hacia ella con el corazón en la mano.
–¿Pero qué demonios…? –alcancé a oír a Gerardo a mi espalda. Él estaba distraído viendo su teléfono y no se percató de nada de lo que estaba pasando.
No estaba lo suficientemente cerca del puente y tenía miedo de no llegar a tiempo. Corrí con todas mis fuerzas y extendí mi mano cuando vi que ella se preparaba para saltar.
–¡Nooo! –grité con desesperación.
La chica se asustó tanto que se desequilibró un poco, pero se agarró de la barandilla y miró en mi dirección. Claramente pensó que estaba sola y que nadie le impediría cometer suicidio.
Llegué hasta la barandilla y luché hasta recuperar el aliento.
–No lo hagas –le rogué.
Su cabello rubio cubría un poco su rostro, pero cuando ella hizo un mechón a un lado la reconocí. Y fue como recibir un golpe con un bate de béisbol. Era la chica que siempre aparecía en mis sueños ¿Cómo era posible?
–Verónica –dije sorprendido.
Ella apartó la vista como si no tuviera deseos de verme y yo traté de pensar rápido. ¿Qué es lo que estaba pasando?
–¿Por qué estás haciendo esto? –cuestioné preocupado.
–Vete Ian –fue todo lo que dijo.
–No, no me voy a ir –dije decidido– Ven conmigo.
Extendí mi mano para ayudarla, pero ella no movió ni un músculo.
–Voy a acercarme –diciendo eso quise saltarme la barandilla, sin embargo ella comenzó a retroceder.
–¡No te acerques! ¡Si te acercas juro que me tiraré! –gritó histérica.
Sus ojos estaban hinchados de tanto llorar así que le creí y no me moví de lugar.
–Tranquila. Todo estará bien, puedes hablar conmigo –dije en voz baja.
Gerardo comenzó a aproximarse a nosotros, pero se detuvo cuando ella le dijo que no se acercara.
–Solo queremos ayudarte –expliqué mientras levantaba las manos en son de paz.
–No pueden. Nadie puede.
Supuse que diría algo así. Verónica miró hacia el río y por un segundo que iba a saltar sin más, pero estaba indecisa.
–No hay razón para hacer esto –empecé a decir.
–La vida ya no tiene sentido.
Empecé a plantearme la posibilidad de que estuviera deprimida.
–Eres joven y estás llena de vida. La vida tiene demasiado sentido.
–Quisiera ser como tú. Tan perfecto, tan correcto, tan apegado al bien y a la justicia.
Definitivamente estaba siendo afectada por la presión social. Mi primer pensamiento fue culpar a Facebook.
–Nadie es perfecto. Ser perfecto es aburrido –intenté hacerla entrar en razón y dije muchas cosas filosóficas que ella ni siquiera escuchó.
Estaba muy callada viendo hacia abajo y mi nivel de ansiedad empezó a subir más y más. Tal vez no iba a lograr convencerla. Volteé a ver a Gerardo y él se veía tan preocupado como yo. Ninguno de los dos quería presenciar una escena tan atroz.
Salté la barandilla sin que ella lo advirtiera y cuando me vio ya estaba junto a ella en la orilla. Sus ojos azules me miraron sorprendidos, pero no dijo nada. Miré hacia abajo y comprobé que la caída era terrible. La corriente era despiadada. No había forma de salir vivo de allí.
–¿Alguna vez has sentido que todo lo haces mal en tu vida? –preguntó ella con un dolor latente.
“No"
–Sí –respondo sin pensar– Pero solo son días malos y no duran para siempre.
–Pero hay errores que sí duran para siempre –se lamentó.
–Nada es para siempre. Yo estaré contigo –extendí mi mano de nuevo con la ilusión de que ella la agarrara, pero ella vio fijamente el río y de repente tuvo un mareo y se desmayó.
Actué rápido y logré sostenerla a tiempo. Puse una mano en su espalda y otra detrás de sus rodillas y la levanté sin mayor dificultad. Gerardo se acercó corriendo y entré los dos la alejamos del peligro. Todo lo que estábamos viviendo parecía salido de una película.
Mi amigo me abrió la puerta del auto y yo coloqué a Verónica en el asiento trasero. Su peso era muy ligero y se veía muy vulnerable. ¿Qué habría pasado si hubiera caído en las manos equivocadas?
Me senté en el asiento del copiloto y vi el reflejo de Verónica en el espejo. Hubo un momento de silencio dentro del auto y después Gerardo habló.
–Bueno, ¿Y ahora qué hacemos? ¿Llamamos a la policía?
–Nosotros somos la policía –respondí viendo fijamente el puente.
Por un instante creí que ella saltaría y que todo terminaría trágicamente. Mi corazón seguía latiendo demasiado rápido.
–Que irónico. El trabajo nos persigue hasta un domingo por la mañana –puntualizó él.
–Llevémosla a su casa.
Después de todo conocía bien la dirección.
Gerardo empezó a manejar y poco a poco dejamos el puente, el río y el bosque atrás.
–¿Cómo crees que reaccionarán sus padres? –cuestionó él pensativo.
–No lo sé.
Y nunca lo iba a descubrir porque cuando llegamos a su casa sus padres no se encontraban y la casa estaba vacía.
–¿Y ahora qué? Siempre atraemos problemas a diestra y siniestra –dijo Gerardo cuando se cansó de tocar la puerta.
Estábamos parados en la entrada principal y todo nos estaba saliendo mal.
–Yo me haré cargo. La llevaré a mi casa.
Gerardo arqueó una ceja. No se veía muy convencido.
–No creo que ella esté buscando un príncipe azul en estos momentos.
–Solo seré su amigo por un momento y oiré lo que tiene que decir. No quiero dejarla sola aquí y darme cuenta mañana que terminó suicidándose de todas formas.
Gerardo se horrorizó al imaginarse la escena.
–De acuerdo. Vamos a tu casa.
Y así fue como él manejó hasta mi calle y me ayudó a abrir la puerta para que yo entrara con Verónica en brazos y la pusiera sobre mi cama. Creí que despertaría al moverla del vehículo, pero no fue el caso. Sus ojos estaban cerrados y su pecho subía y bajaba lentamente. No pude dejar de notar sus ojeras y lo pálida que estaba. Deseaba protegerla, pero sabía muy bien que no se podía ayudar a alguien que no deseaba ser ayudado.
–¿Eso de allí es la comida china que comimos la semana pasada? –dijo señalando las cosas que había encima de mi escritorio.
Olvidé deshacerme de ella.
–Eso parece.
Gerardo continuó su inspección mientras veía mi silla llena de ropa sucia y mis zapatos tirados por todas partes.
–Hogar, dulce hogar –se burló él.
–Tu casa no es muy diferente a la mía –señalé mientras buscaba alcohol en uno de mis cajones.
–Sí, pero yo guardo mis zapatos y no permito que los ratones se lleven mis calcetines.
–Muy chistoso –volteé a verlo con el alcohol en mano– Esto es lo que buscaba.
–Si yo fuera tú no la despertaría ahora. Deberías dejarla descansar un poco. Eso puede despejar su mente.
Miré a Verónica y comprobé que en efecto, no estaba ni cerca de despertarse. A lo mejor debía dejarla tranquila.
–Tienes razón. Me limitaré a vigilarla.
–¿Quieres algo de comer? –me preguntó Gerardo mientras atravesaba la puerta.
–No sé qué demonios hice con mi hamburguesa.
–Por suerte tenemos municiones extra –dijo desde el pasillo.
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Editado: 06.01.2022