El silencio en la habitación solo era roto por la respiración acompasada de Mirah, que dormía profundamente, aún abrazado a Rowan, como si el miedo de perderlo no pudiera dejarlo descansar del todo.
Pero, a pesar de todo, en ese instante, Mirah sonreía en sueños.
En su mente, revivía el momento más feliz de su vida.
Estaban en aquel restaurante iluminado por pequeñas luces colgantes, el aroma de las flores en el aire, y Rowan de rodillas frente a él, con una cajita abierta en sus manos.
—Cásate conmigo, Mirah —dijo Rowan en su sueño—. Eres el único que quiero para siempre.
Y luego... el anillo.
Una joya que Rowan había creado con sus propias manos, especialmente para él.
Una piedra pulida, única, montada en un diseño que Rowan había diseñado solo para él.
No existía otro igual en el mundo.
En su sueño, Mirah lloraba de felicidad mientras Rowan le colocaba el anillo.
Ese anillo era su mayor tesoro.
El símbolo puro y brillante de que Rowan lo amaba, de que era suyo y solo suyo.
Incluso despierto, Mirah no se lo quitaba nunca.
Y Rowan lo sabía. Sabía perfectamente que Mirah atesoraba ese anillo más que cualquier otra cosa en el mundo.
En la cama, Rowan observaba el rostro de Mirah, que dormía plácido y feliz, como si su alma estuviera en un mundo donde nada dolía.
Sonrió con crueldad.
Se acomodó ligeramente, sin apartar la vista de la expresión sonriente de Mirah, y pensó:
—Sigue sonriendo, pequeño idiota... porque cuando despiertes, volverás a llorar.
Y la sonrisa de Rowan se hizo más amplia, más oscura, mientras pensaba en lo que haría después.