El estruendo nos sacudió. De la nada.
Un rugido salvaje de motores irrumpió en el silencio espeso que se había formado dentro de la cabaña, como si la noche misma hubiera sido perforada por garras mecánicas. Fue tan repentino, tan brutal, que por un segundo mi cerebro no supo qué hacer con el sonido. Solo... lo absorbió. Un zumbido metálico, un chirrido de llantas y luego, como una puñalada en los oídos, bocinas desafinadas, insultantes, vomitando ruido sin ritmo ni compasión. Corridos. Para acabarla. Esos malditos corridos de banda, deformados por parlantes oxidados y volumen desquiciado. Como una especie de anuncio apocalíptico, un recordatorio de que afuera seguía existiendo un mundo hostil, y que no le importaba si nosotros estábamos en medio de algo.
Y vaya que lo estábamos.
Apenas un segundo antes, el aire había estado saturado por otro tipo de tensión. La clase de electricidad que no viene de cables, sino de cuerpos demasiado cerca. De respiraciones que se mezclan. De labios húmedos que no debieron encontrarse pero lo hicieron. Ruby... sus manos... su boca... mi camisa abierta a la mitad. Su pecho palpitando contra el mío. Todo eso se quebró en mil pedazos con ese pum, con ese escándalo infame que invadió la cabaña como un enjambre de langostas sonoras.
—¿¡Qué carajos...!? —escapé por instinto, pero mi voz se ahogó en el caos.
Ruby se separó de mí como si la hubieran electrocutado. Literal. Un salto, un jadeo seco, y su cuerpo retrocedió con una velocidad que parecía irreal. Vi su rostro cambiar. En un instante, su expresión ardiente, entre confundida y hambrienta, se apagó como una vela ahogada en agua helada. La máscara volvió. Esa que ya conocía bien: ojos oscuros, inexpresivos, boca tensa, mandíbula firme. Pero esta vez… la máscara tenía fisuras. Había algo temblando en sus pupilas. Algo que no quería ver. O que ella no quería mostrar.
A pesar de la oscuridad que llenaba la habitación, una claridad tenue se filtraba por las rendijas de las ventanas tapiadas. Solo un hilo de luz, como una herida en la madera podrida, suficiente para dibujar el sudor que perlaba su cuello. Pude ver cómo brillaba sobre su clavícula, descendiendo como una gota lenta, cruel, que se perdía entre la curva pronunciada de su pecho. Me había parecido —hace apenas unos segundos— la única verdad tangible en un mundo de mentiras.
Ahora, todo era otra vez irreal.
Ella se movió con una velocidad que no había visto antes. Casi robótica. Se agachó, recogió su camiseta del suelo y se la puso como si eso pudiera borrar lo que había pasado, como si al vestirse otra vez pudiera volver a ser solo Ruby, la fría, la científica, la que hablaba de mutaciones sin pestañear. No la chica que me besó como si se estuviera ahogando.
Mientras ella se tapaba, yo traté de hacer lo mismo. Mi cuerpo todavía vibraba con la tensión del momento anterior, pero mis manos parecían no entender cómo funcionaban los botones. Torpes. Lentas. Aturdidas. Cerré mi camisa mal, con un botón corrido. Ni me importó. Mi cabeza era un tornado. No tenía ni idea de dónde estaba parado.
Primero, la revelación de que había sido parte de un puto experimento. Un objeto. Un sujeto. Un número con efectos secundarios que nadie se atrevía a explicar.
Luego Ruby… tan cerca… demasiado.
Y ahora esto.
Un puto desfile de camionetas, motores rugiendo, bocinas como insultos al silencio, y la certeza de que no venían a darnos flores.
—No es mi día… —murmuré entre dientes, y ni siquiera sonó como un chiste. Ni eso me salió.
Las luces de los vehículos —faros potentes y ciegos, como ojos rabiosos— se colaron por las grietas de la cabaña como agujas. Se proyectaban en la madera y creaban sombras largas, deformes, que danzaban por las paredes como si tuvieran vida propia. Afuera se escuchaban portazos. Uno, dos, tres… muchos. El ruido de botas golpeando la tierra, voces masculinas hablando entre risas, esa risa espesa, condescendiente, la misma que escuché en aquel supermercado cuando todo se fue al carajo.
Era ese tipo de risa que no deja lugar a dudas: están seguros. Están armados. Y les importa una mierda lo que tú sientas. Les pareces gracioso. Patético. Prescindible.
—¡Salgan todos, hijos de la chingada! ¡Tenemos rodeado el lugar! ¡Salgan ahora o quemaremos esta mierda! —repitió.
La voz llegó a través de un altavoz. Rota, rasposa, con ese tono aguardientoso que te dan años de cigarro, trago barato y poca compasión. Tenía algo… algo asqueroso, como grasa en la garganta. Me dio náuseas. No solo por el sonido, sino por lo que transmitía. Era esa clase de voz que uno no olvida. Esa voz que huele a sangre seca, a zapatos pisando cuerpos, a mujeres llorando y nadie haciendo nada.
Mi corazón empezó a golpearme el pecho como si quisiera escapar. Las manos me sudaban. Ruby se movía en silencio, rápida, controlada. Pero su forma de respirar la delataba. Estaba igual que yo.
Jodidos.
Atrapados.
Y sin saber por qué demonios no estábamos muertos ya.
Yo tenía muchas preguntas. ¿Quiénes eran? ¿Cómo nos encontraron? ¿Por qué justo ahora, justo después de todo esto?
Pero lo que más me atormentaba era lo otro.
¿Dónde está Alma?
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Editado: 12.05.2025