Z: Un Amor En El Apocalipsis.

CAPITULO 36

Salimos de la habitación de Ruby en silencio, con las pulsaciones todavía tambaleándose entre el deseo interrumpido y el estruendo maldito de allá afuera. Cada paso que dábamos por el pasillo crujiente de madera era como si se nos clavara en el pecho. No sabíamos si era por miedo o por vergüenza, o por esa sensación extraña de estar regresando a una realidad que ya no nos pertenecía. No había luz, solo sombras largas que se deformaban con cada destello de los faros afuera. Todo parecía más chico, más hostil. Como si la cabaña ya supiera que iba a dejar de ser refugio.

Cuando llegamos a la sala principal, fue como cruzar una línea invisible. El aire era distinto, más denso, cargado de una tensión que ya no tenía nada que ver con lo íntimo ni con lo emocional. Era tensión de la otra. De la que duele. De la que mata.

Ahí estaban todos. No como en una película donde el grupo de sobrevivientes se ve épico antes del clímax… No. Esto era otra cosa. Era feo, real. Y daba miedo.

Sabas estaba de pie, sin decir nada, pero su silencio era más fuerte que cualquier grito. Tenía un machete entre las manos, y juro que nunca lo había visto tan despierto, tan claro en su propósito. Sus dedos gruesos apretaban la empuñadura con la calma de alguien que ya ha visto lo peor y no le teme. Era ese tipo de viejo que no necesitaba hablar para que todos supieran que, si moría esa noche, lo haría llevándose a unos cuantos hijos de puta con él.

Guillermo estaba a su lado, y aunque su aspecto era el de siempre —ese bigote gris, esa cara de pocos amigos—, había algo en su expresión que me hizo tragar saliva. Sostenía su vieja pistola como si fuera parte de su brazo, con una mirada helada que no tenía nada de esperanza. Esa mirada de “si se acercan, disparo... y después pienso”.

Miguel... bueno, Miguel seguía en su mundo, como siempre. De pie, más cerca de la pared que del grupo, con la vista perdida. No era miedo exactamente lo que tenía. Era más como... desinterés. O tal vez resignación. Como si supiera que todo estaba perdido desde hacía mucho y solo le quedaba observar cómo se caía todo a pedazos. A veces pensaba que ese cabrón tenía más secretos de los que dejaba ver, y hoy más que nunca, me daba miedo saberlos.

Josefina estaba junto a Alma, sujetándole la mano con una fuerza que se notaba temblorosa. Era como si quisiera pasarle algo a través del tacto: valor, calma, cordura... pero no estaba funcionando. Los ojos de Josefina, usualmente cálidos, tenían ahora una angustia que se le notaba en cada línea del rostro. Apretaba los labios para no llorar, y su espalda, normalmente recta, parecía encogida por el peso de algo que no sabía cómo enfrentar.

Y entonces... entonces estaba Alma.

Joder... Alma.

Nunca la había visto así. Y eso que ya habíamos pasado por cosas. Pero esto... esto era otra cosa. Sus ojos grandes, marrones y a veces vivos a veces tristes, estaban desorbitados. No era solo miedo. Era como si su alma misma estuviera intentando escapar de su cuerpo flaco y tembloroso. Tratando de huir de ese cascaron. El contraste entre su dulzura habitual y el pánico brutal que ahora llevaba tatuado en el rostro era tan fuerte que me dejó frío.

Cuando me vio, cuando sus ojos se posaron en mí y en Ruby a mi lado, con mi ropa medio puesta, mi cabello revuelto y la culpa marcada en la cara, algo se quebró en ella. Lo vi. Algo se rompió. Pero no dijo nada. No me juzgó. No hizo preguntas. No podía. Sabía que a pesar de que teníamos momentos íntimos, no era suyo. Solo soltó la mano de Josefina —como si fuera lo último que la mantenía de pie— y caminó hacia mí. Sus pasos eran inseguros, casi como si su cuerpo no quisiera obedecerle, pero aún así lo hizo. Se detuvo a mi lado, casi rozando mi brazo, aunque sin tocarme, y su mirada... no me la dio a mí. La clavó en la puerta principal.

Donde estaban los ruidos.

Donde estaba el infierno que venía.

Y entonces, apenas audible sobre los motores y los gritos de afuera, me habló.

"Ricardo..." Su voz fue como un suspiro roto, tan débil que pensé que me lo había imaginado. Pero no. Había algo en su tono que hizo que se me helara la sangre. No era solo miedo. Era algo más... algo que te trauma. Como si fuera una herida que nunca cerró y que ahora la obligaban a ver de nuevo, sin anestesia, sin aviso.

"Esa voz..." siguió, mirando fijo la puerta, con los labios apenas moviéndose. "Esa voz es la de mi padrastro."

Tragué saliva. El ruido de afuera seguía, ensuciando todo con su violencia. Pero las palabras de Alma... esas se me clavaron como cuchillas en la espalda.

"Pensé que jamás lo volvería a ver," dijo, y esta vez su voz se quebró. "Pero volvió... está aquí. Y no podremos hacer nada."

Me giré a verla. Por primera vez en mucho tiempo, no supe qué decir. No supe qué pensar siquiera. Solo estaba ahí, con los ojos clavados en la puerta, como si del otro lado no hubiera un hombre, sino un monstruo. Como si supiera que lo que venía no era salvación ni rescate... sino destrucción.

El aire de la sala se volvió espeso, irrespirable.

Su padrastro.

Ese malnacido.

El tipo que alguna vez tuvo a Alma como si fuera un objeto más en su colección. El que la trató como basura, como juguete, como... algo peor que eso. Y yo, estúpidamente, pensé que había ganado esa vez. Pensé que ya había pasado. Que los zombis, el caos, el apocalipsis... se lo habrían tragado a él y a sus cómplices como a tantos otros.




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