3:00 de la madrugada marcaba el viejo reloj que descansaba sobre la mesa de noche. Otra vez esas pesadillas que me obligan súbitamente regresar a la realidad de mi triste, solitario y oscuro cuarto y plantearme luego de unos segundos de dificultosa y jadeante respiración si algún día dejaré de tener estos recurrentes y horribles sueños tan cercanos a la realidad. Tal vez sólo muerto dejaré de vivir cada noche una faceta de mi atormentada vida. No suelo pensar en el suicidio y sabrá Dios que yo jamás me haría daño, pero a veces, sólo por un instante pienso en lo hermoso que sería dormir eternamente sin soñar nada más que sólo la acogedora oscuridad de una nada absoluta, donde no se sabe nada, ni se sufre nada. No sabría decir con certeza cuál de todos estos sueños es lo que me atormenta más o si es la suma de todos ellos lo que me despierta alterado todas las noches al borde del infarto, aunque, al cabo de algunas horas me vuelva a sumergir a los ya acostumbrados y sombríos escenarios de mi psique. Tendría suerte que un día de estos un paro cardiaco tuviera la amabilidad de despojarme de este sufrimiento en vida, o de lo contrario, tendría la cruel desgracia de quedar atrapado en las pesadillas y no despertar nunca más.
He leído en algún lugar que recordar es volver a vivir. Sé muy bien lo que significan esas palabras para mí cada noche, porque más allá de ser simples sueños que la mayoría de la gente suele tener en momentos de estrés, cuyos temores que nunca han vivido pero temen vivir se manifiestan en la mente, en sus sueños, en escenarios simulatorios preparando de esta forma su inconsciente a un posible peligro que tal vez jamás nunca ocurra. En mi caso estas pesadillas son más que simples simulaciones, son recuerdos, horribles recuerdos. Los recuerdos de la guerra en Irak hace ya 3 años, después de creer haber olvidado aquella aterradora experiencia en los días de mi infancia cuando sólo tenía apenas 9 años. Aquella noche de octubre de 1994, en las instalaciones subterráneas de esa discoteca en la ciudad de Bachynova al suroeste de Praga, mi trauma infantil resucitó al ser testigo de la barbarie más atroz que he experimentado hasta ahora. La discoteca Rym, guarida de ricos y viciosos, propensos en gastar su fortuna en alcohol, sexo y demás libertinajes. Extasiados por las drogas y la música que cada noche ahí se daban. Era un paraíso de fiesteros y adictos a las sensaciones producidas por infinidad de sustancias peligrosas que los hacía tocar "el cielo". Pero, como todo paraíso, este también tenía su infierno, el de Rym se encontraba justo debajo de él. "El Bohemian Collyseum". Jamás creí que un infierno así podría existir en la tierra, pero he descubierto que en la tierra existen demasiadas clases y niveles de infierno de los cuales la mayoría de la gente no conoce y para suerte de ellos tal vez jamás lleguen a conocer, sin embargo, no todos corren con esa misma suerte. Ahí en los lugares más ricos de Bechynova los pobres sufren en secreto, en lugares donde la luz ni la vista de los ángeles y ni la de un Dios tienen acceso, para que nadie se apiade de ellos. Escondidos, olvidados, abandonados en la oscuridad y usados solamente para la diversión y el deleite de los más perversos y poderosos. Aquel día creí que moriría por segunda vez. No sé cómo explicarlo. Tal vez el hecho de salvar a aquel cachorro de una muerte segura causó que una especie de karma asegurara mi supervivencia, como un favor devuelto por salvar a una de las criaturas, si no es la única, de la cual tenía un miedo desmesurado que muchos tacharían como irrazonable pero que a mi parecer es bien justificado por el hecho de que en mi infancia mi vida casi fue arrancada a mordiscos por uno de ellos. Pese a que la mayoría de la gente tiene un amor incondicional y condescendiente hacia los perros, siendo a la vez famosos por su lealtad y fidelidad para con sus dueños, mi punto de vista hacia ellos era diferente. No es miedo en sí hacia su forma o apariencia que, en muchos casos es indefensa y hasta tierna, sino por el recuerdo de cada uno de su misma especie que me produjo manifestándose en tiempo real en su ser, como una ilusión muy vívida que los poseía o más bien me dominaba mentalmente, y mis ojos me hacían ver a aquellos que una vez estuvieron a punto de destrozarme en pedazos cuando era tan sólo un niño. Y aún guardando las marcadas cicatrices de sus mordidas como recuerdo, no fueron ni se acercaron a la peor herida generada en mi cuerpo hasta el momento. Después de salir, apenas vivo y completo, de aquel horrible lugar, aquello fue uno de los principales motivos por los cuales me llevaron a decidir enlistarme en la guerra en Irak. De esa forma también habría la esperanza de saber que le había ocurrido realmente a mi padre adoptivo Miklós Lykaios. Me rehusaba a creer que había muerto. A pesar de que muchos dijeran que él no era alguien con quien se debía confiar. La verdad es que se me hacía imposible poder ver con ojos de desconfianza al hombre que me salvó cuando era niño y al que le debía la vida. Aquel hombre fue lo más cercano que tuve a un padre y me negaba rotundamente en creer que aquel hombre que consideraba padre era lo que muchos decían "un despiadado asesino" que era lo más que se podía esperar de su cruel destino al ser el hijo de un traficante de armas en Irak del grupo terrorista Ast Alí. Fue asesinado a manos de un misterioso sicario y la información de su deceso fue ocultada por el gobierno de Polonia. "El que mal comienza, mal acaba", todos decían lo mismo. Y un día aquel hombre sonriente con el cual me sentía completamente seguro, ya no regresó a casa nunca más. En su lugar sólo había una nota donde decía sin dar más detalles que iría por unos asuntos de trabajo y que si ya no regresaba en todo caso dejaba todo en orden con el abogado. La herencia que me dejó no hizo sentirme más seguro. La inseguridad y posteriormente un miedo rotundo comenzaron a invadirme por el temor de que aquellos monstruos del pasado de aquel orfanato regresarían una vez más para llevarme de regreso a aquel infierno. Pero los tres años que viví con él me ayudaron a superar de alguna forma mis miedos y mis temores y a mis quince años, poco a poco la ansiedad que sufrí por su ausencia se fue esfumando como un fantasma que perdía poder y se alejaba cuando ya no se le temía más.
Praga era una ciudad hermosa, sus teatros, el gran castillo, la plaza vieja, el reloj astronómico, las antiguas torres de vigilancia, el barrio judío y la multitud de iglesias de todas las regiones la convertían en una ciudad de ensueño cuya historia y arquitectura reforzaban la fantasía que la envolvía. Siglos y siglos de leyendas invadían su historia, leyendas que enriquecían de sueños y magia mi infancia que en un principio estuvo plagada sólo de desesperanza y pesadillas. Pese a que en el siglo xx sufrió de dos guerras mundiales y dos bloques dictatoriales no obstante supo salir adelante impulsada por su gente que ahora lucía flamante y dejando ver la alegría, amabilidad y el gusto por el buen vivir. Una ciudad repleta de ojos claros, azules y verdes llenos de vida. Y aunque el clima en Praga podía ser peor de lo esperado, con nieve era aún más hermosa. La ciudad en la que vivía era maravillosa. Un sueño hermoso en la realidad. Un mundo donde abundaban las leyendas de fantasía, donde la magia podía ser posible si se le creía con fuerza, donde la imaginación juvenil no tenía límites. En la casa de lago en Praga aquellos días fueron los más felices de mi vida viviendo con mi único padre. Lo único turbio, lo cual era la única causa de mis primeras pesadillas en la casa del lago, fue un día que mientras jugaba cerca del lago arrojando piedras a los peces, un pequeño calcetín que parecía ser de un bebé salió a flote y llegó hasta la orilla donde yo me encontraba. Aquel pequeño calcetín parecía tener manchas de algo que ahora sé que era sangre. Éste hecho se lo conté a Lykaios, razón por la cual me prohibió acercarme al Bohemian Lake que era un campamento situado al otro lado del lago a tan sólo un kilómetro de la casa del lago.
Más tarde tuve que despertar de ese dulce sueño para vivir amargas pesadillas, tan amargas como un veneno que mata día con día. Si tan sólo pudiera regresar una vez más a esos días donde podía dormir a gusto como un bebé por la música natural del croar de las ranas mezclada con la música de piano tocada por Lykaios combinada a la vez con el caer de la lluvia en las aguas del hermoso lago de aguas grisáceas que rodeaba la casa. Aquellos días en los cuales si llegaba a tener una pesadilla a causa de los traumas del pasado, la puerta de mi habitación se abría dando lugar a un cariñoso y preocupado padre que estaba dispuesto a contarle una historia a su pequeño hijo para que este volviese a dormir, como un ritual para alejar a los malos espíritus de mi subconsciente. Pero habían pasado los años y nuevos traumas habían surgido y con ellos nuevas pesadillas, y esta vez nadie entraría por esa puerta dispuesto a velar por mis sueños. Siendo adulto tenía la obligación de enfrentar a los monstruos de mi mente yo solo y lo que era peor, tenía la obligación ineludible de ayudar a otros a superar los suyos ya que ese era mi trabajo. Después de ver con mis propios ojos lo que ocurría en el Bohemian Collyseum tomé la decisión de enfrentar a los fantasmas del pasado y con ello la maldad humana que azotaba contra los más débiles e inocentes. No podía permanecer en ese hermoso sitio de ensueño sabiendo que había gritos de sufrimiento que sólo yo podía oír, suplicando ayuda que nunca llegaba. Tenía que, de alguna forma, calmar esas voces haciendo algo heroico por los demás, algo que les diera a aquellas voces una razón para quedarse calladas, algo que les hiciera saber que, igual que yo, he sufrido bastante intentando ayudar a los que no pueden luchar. Las voces callaron por un tiempo dando lugar en cambio a horripilantes imágenes de guerra y muerte que ahora perturbaban mi poco sosiego que quedaba tanto visual como auditivamente. Ahora ya no eran sólo gritos de ayuda sino gritos de dolor, y entre ellos mis propios gritos que interrumpían el silencio de la noche.
Cada noche revivo el infierno en aquel desértico lugar, tan hostil y miserable, de condiciones inhumanas en Irak. La temperatura sobrepasaba los 35 grados. No existía sombra donde refugiarse del abrasador y cruento sol que generaba sin piedad llagas y úlceras sobre la piel de los oprimidos y de todos los que pisábamos la tierra oriental y hacía hervir la sangre de los enemigos con furia y odio y que como el ojo del diablo, era testigo y espectador del circo o teatro infernal que ahí ocurría.
No había suficiente comida para alimentarnos a todos.
Los gritos de auxilio de docenas de personas con lesiones de muerte y enfermedades terminales resonaban como las almas en el averno en los oídos de todos. Estigmas de violencia por doquier y estigmas cuya cicatrización nunca ocurría al estar en un sitio donde las suturas, medicamentos y las inyecciones les era imposible llegar, es decir, dentro de la mente humana.
Innumerables personas se veían afectadas.
Niños que recién habían quedado sin padres, víctimas y testigos de masacres que sobrevivían a la locura en todo momento.
Jóvenes que como ancianos desahuciados caían en el riesgo de caer presas de un paro cardiaco producido por el estrés.
Paralíticos cerebrales arrinconados como animales con infecciones en varias partes del cuerpo.
Depresión y ansiedad en mujeres violadas. Secuestros y reclutamientos de niños y muchas otras crueldades más.
Lo que viví ahí superaba en algunas cosas lo que vi en el Bohemian Collyseum pero no en todas. Tales eran las cosas que presencié que a partir de entonces traté de mil maneras diferentes de ayudar. Intentaba hallar algo que permitiera la posibilidad de sacarlos de ahí pero todo parecía imposible. Todo parecía estar prohibido. Cualquier cosa que hiciera parecía ir en contra de la ley, aquellas mismas leyes que seguían abusando de los más débiles a beneficio de los más adinerados.
No sólo he visto a los traficantes de guerra, también he visto ahí a los traficantes de muerte. Los que traficaban con personas y sus órganos merodeando como hienas por los campos, como perros con un niño entre sus dientes, me hacían pensar que provenían del mismo infierno, de aquel mismo lugar de Bechynova. Pensaba que aquellos traficantes y si no es que todos, podían estar implicados con el Bohemian Collyseum.
Me veía a mí mismo en niños y en adultos que se veían obligados a permanecer despiertos debido a las pesadillas recurrentes y,
apenas lograban conciliar el sueño perdiendo la batalla por el cansancio, la incontinencia urinaria se hacía presente en ellos sin perdón alguno.
Era prácticamente imposible hacer algo por al menos uno de ellos. Su destino estaba sellado con letras de fuego sobre sus frentes. Y mis planes iniciales se derrumbaban como los edificios en la ciudad de Irak. Numerosas historias que hirieron y marcaron mi subconsciente, como un aeronave bombardeando territorio enemigo, y una creciente sensación de impotencia, frustración, miedo e ira por no poder dar ayuda a aquellos que se les negaba rotundamente.
Recuerdo a mis compañeros con los que había compartido momentos importantes caer a mi lado despedazados pidiéndome ayuda. Después de verme en la necesidad de huir para salvar mi vida, comencé a sufrir de ansiedad, depresión y enojo constante acompañados de fuertes dolores que como insistentes gritos de ayuda, taladraban mi cabeza una y otra vez. Los psiquiatras me diagnosticaron síndrome de estrés postraumático y fui tratado a base de píldoras, antidepresivos y ejercicios físicos, fui iniciado por Lykaios en el arte marcial israelí del Krav Maga a mis apenas 10 años, a mis 19 en el campamento mis habilidades fueron perfeccionadas con gran disciplina que sirvió como parte de la terapia y entrenamiento como soldado raso y que me ayudaba en aliviar por momentos la tensión y el estrés provocado por esas traumáticas experiencias las cuales comenzaban a dañar poco a poco mi memoria y que iniciaba con la dificultad en poder recordar los hechos más recientes.
Pero lo que me mantuvo en marcha fue una determinación constante e inquebrantable de ayudar a los que necesitaban ayuda. A mis compañeros que al igual que yo, sufrían nauseabundos por el incesante hedor del derramamiento de sangre y por haber visto a nuestros compañeros despedazados, sufrían por los traumas de los gritos desgarradores de niños y mujeres siendo devorados por las llamas. Habían presenciado lo mismo que yo. En el campo de batalla. Junto a aquellos inocentes que si no morían por el impacto de las bombas, morían calcinados como papel quemado por las llamas que consumían el resto del lugar. La gente gritaba desesperadamente mientras los muros de los edificios que colapsaban amenazaban con aplastarlos, para terminar reduciéndose todo a escombros y cadáveres y dejando un panorama desolador.
Vimos el vehículo explotar frente a nosotros y el sonido de la explosión nos aturdió durante unos segundos antes de darnos cuenta de que seguíamos vivos. Pero la supervivencia no era mejor. ¿Quién quisiera pesadillas, insomnio, trauma y depresión todo el tiempo? Eso es lo único que queda después de sobrevivir a tales atrocidades. Y cada vez que entrabamos al campo de batalla, el trauma de la guerra nos derrumbaría mentalmente.
Recuerdo como algunos me comenzaron apodar "el curandero" por lo mucho que los ayudaba sicológicamente y para mí era un pequeño alivio al menos poder ayudarles de esa forma. A pesar de haber presenciado demasiada muerte y destrucción mi instinto de sobrevivencia que había forjado previamente en el orfanato no permitía en cierta medida que me afectara los horrores de la guerra.
Sólo así podía ser capaz de ayudarlos pero ni aún así sentía que no era suficiente al enterarme que una vez más alguien de nosotros le había puesto fin a su vida. Había quienes sufrían de paranoia, bipolaridad y de ansiedad la mayor parte del tiempo y debían estar acompañados siempre porque deseaban suicidarse.
Era un hábil cuenta cuentos gracias a Lykaios. Solía bromear con ellos comparándome con uno de los personajes de mis cuentos favoritos. Era un lobo negro obligado a estar separado de la manada por ser culpado de haber devorado parte de la luna. Explorando un inhóspito y helado rincón del planeta en busca de la otra mitad que le había sido arrancada por el lobo blanco y luchando por sobrevivir un día más. Mis aventuras ficticias en cierta forma los distraían de la cruda y tormentosa realidad. Mi propósito era hacerles ver que ellos al igual que los personajes eran héroes, pero que sin embargo, ellos eran de carne y hueso y los hacía sentirse orgullosos de sí mismos. Les recordaba que era un hecho de que la guerra debía ser horrible pero que nadie más que ellos podían ser capaces de ejecutar tal hazaña que como soldados teníamos la obligación de efectuar por los más débiles e indefensos y por el bienestar de sus seres queridos.
Aunque mis compañeros estaban en el calor del desierto en vez de la nieve y donde en vez de osos polares, las arañas camello, serpientes y otros insectos ponzoñosos estaban al acecho debajo de rocas u ocultos en las botas de un soldado descuidado pero para ellos la comparación era acertada. En ambos casos se trataba de una misión casi imposible de cumplir, viviendo en carne propia una peligrosa y aterradora aventura donde la única opción debía ser seguir con vida un día más. Cuando todo parecía empezar a calmarse, aumentaban los ataques y la cifra de muertes y otra vez lo mismo. El ejército nunca le daba mucha importancia a los problemas de salud mental de los soldados. Cada día era más difícil poder ayudarlos aún en el lado psicológico y quiera o no igualmente me afectaba aunque no dejaba que se me notara a la misma medida que a ellos. Y aún nos faltaba seis meses de misión. Tanta miseria caótica acumulada fue aminorada al menos para mí cuando un día, uno de los oficiales comenzó a tocar en la radio del auto aparcado junto a nosotros música clásica de piano, la melodía de una canción muy familiar que trajo a mi mente a alguien muy especial que fue como una madre para mí. Alguien que me dio el amor y cariño que mi verdadera madre no pudo darme. Claro de Luna de Beethoven era la melodía que me hizo recordar aquellas tardes sombrías junto con los demás niños del orfanato cerca del piano y cuando todo alrededor parecía negro y frío como la noche, cuando la vida parecía carecer de sentido, cuando creía que nadie sujetaría mi corazón de niño mal herido y solitario, ahí estaba ella, como un ángel enviado por Dios para decirme que aún quedaba tiempo, que aún quedaba esperanza y que no todo estaba perdido y que debía luchar por todo aquello que mi corazón amaba. Que la oscuridad de la noche podía ser larga pero que pronto saldría el sol y no un sol abrasador lleno de furia sino un sol de esperanza y que no me preocupara ya que ese sol estaba a tan sólo un día de distancia. Todos los niños del orfanato de Hamelín en el pueblo de Vaghis Moldova eran consolados por ella y se sentaban atentos cerca del piano, aquellas tardes en la clase de música de la maestra Evangeline. La escuchábamos tocar con una habilidad tal, que parecíamos hipnotizados por la belleza de su celestial sinfonía. Y nos hacía recordar que estar vivo era algo bueno, ya que la música que escuchábamos y la cual nos transmitía bellos y nostálgicos sentimientos, sólo se podía apreciar estando vivos. De esa forma comencé a refugiarme de los problemas de la guerra. Cuando podía escuchaba música clásica de piano, sonatas y sinfonías de Beethoven, en especial Claro de Luna, a través de una pequeña radio grabadora que me había obsequiado uno de los oficiales de alto rango como agradecimiento por haberle salvado la vida una vez cuando se disponía subirse a su vehículo el cual le habían puesto una bomba adentro. Sí, también tenía mis traumas pero aunque me veía en la necesidad de darle consuelo a los demás, el que necesitaba ayuda en realidad era yo. Pero cuando entraba en una crisis, cuando me sentía abrumado, cuando sentía que todo comenzaba a colapsar en mi interior, en vez de pedir ayuda y verme sumamente afectado como todos los demás, me distanciaba de mis compañeros y trataba de resolverlo solo. Y así fue siempre, aún de niño. Cuando me sentía molesto, me mantenía callado. Era obvio que algo me molestaba pero dejaba que sangrara por dentro y no expresarlo como hacían todos los demás.
Mis compañeros y yo, no sabíamos si alguno de nuestro grupo al final iba a salir vivo de ahí. Sólo queríamos que por lo menos uno de nosotros regresara vivo a casa.