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Cuando éramos niños nos hicimos un juramento: querernos, protegernos y estar juntos siempre. Lo bautizamos como «sempiterno», con un principio pero sin un final.
Esa promesa nos duró muchos años, crecimos y seguimos conservando nuestro compromiso. Unas palabras inocentes, pero que sin embargo lo eran todo para nosotros.
Existían muchos inconvenientes, muchos obstáculos y nosotros fuimos capaces de esquivar cada uno de ellos. El «sempiterno» era lo más importante, consagrar aquellas palabras, aunque se nos fuera la vida en ello.
Nos hicimos adolescentes y nos dimos nuestros primeros besos, luego vino todo lo demás.
Mantuvimos aquello durante tantos años, que el «sempiterno» parecía algo real, lo teníamos absolutamente todo y no nos faltaba nada.
Nos hicimos adultos y seguimos con nuestra promesa infantil, y nos volvimos a hacer otro juramento: eternamente siempre juntos.
Aquello nos duró menos, al parecer cambiar la frase nos trajo la maldición.
Ahora somos eternamente enemigos, y jamás volveremos a estar juntos.
Oliver Meyer ya no es el muchacho que me robaba besos, y yo no soy la muchacha inocente que necesita de él.
Ambos estamos en bandos contrarios: él es la ley y yo soy la que incumple las reglas.
Eternamente siempre rivales, eternamente siempre separados. Lo que él no sabe es que hay algo que siempre nos unirá, aunque él me destete y me odie. Siempre habrá un ser inocente que nos recuerde que una vez lo fuimos todo el uno para el otro y que nuestro amor se media por algo más que un simple juramento.
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