La Leona En La Cantera Del Pandicornio

C A P I T U L O 1

 

 

 

Noelia Arlo. 29.04.2014.

 

Domingo 27 de noviembre de 1994.

 

Ricardo Gabaldi, hombre de 45 años, alto, fuerte como roble y de corazón dulce cual creme brûlée, interrumpió su juego y se levantó de la mesa para atender el teléfono. Padme Medina, su esposa, aprovechó la pausa para otear a Enna, que dormía plácidamente la siesta obligada que su corta edad exigía, mientras comentaba con su querida Bea Lobera que no dejaba de agradecer el ser madre después del calvario que había vivido para poder concebir.

 

Las bellas mujeres eran amigas desde la infancia aunque se perdieron la pista a los dieciocho años cuando Lobera se marchó a Portugal en misiones cristianas. Se reencontraron por casualidad a los treinta y cinco en la PROFECO, un día en que Bea acompañaba a su esposo, Ignacio Arnaldi que buscaba demostrar ante un cliente insatisfecho la calidad de un medicamento de su laboratorio, y reanudaron su amistad integrando a su respectiva familia.

 

Los Gabaldi fueron un gran apoyo ante el inesperado fallecimiento de Ignacio. Ricardo se encargó de hacer los trámites y papeleos necesarios para la recuperación del cuerpo, el velorio y el sepelio, mientras Padme abrazaba a su devastada amiga.

 

Ricardo sentía un cariño muy especial por Narah Arnaldi única hija de sus amigos. La conoció cuando contaba ocho años. Le caía muy bien la linda niña y, conforme la veía crecer, pensaba que habría sido hermoso tener una hija como ella: inteligente, simpática, graciosa, de nobles sentimientos y muy sincera. Tanto que podía pensarse en ella como alguien imprudente o pretenciosa más lo suyo solo era verdad pura y directa. Era una ávida lectora de carácter curioso: La había mirado observar absorta mapas y corroborar datos, investigando en enciclopedias y libros hasta quedar satisfecha. Le sorprendía mucho el que llevara siempre consigo un “Pequeño Larousse ilustrado” que leía y analizaba cada que tenía oportunidad o dudas. Su ortografía era impecable y se podía entablar con ella charlas amenas e interesantes ya que tenía los conocimientos y las opiniones para el fin y lejos de aparecer fría o sabihonda con semejante inteligencia, desbordaba calidez y dulzura. Bea opinaba que “una mujer debe saber llevar una casa apropiadamente, así trabaje y sea muy preparada”, por eso la había involucrado en el arte de las labores domésticas desde pequeña, de manera tal que a estas alturas las dominaba excelentemente. El remate en la chica era que al abandonar la infancia, su belleza de tipo árabe se había afinado y acentuado: Tenía un aspecto similar a la ilustración que le había fascinado desde sus años mozos del poema “Layla y Majnun” que había encontrado en un antiguo libro de poesía asiática.

-Sí. Bea. Tu hija parece árabe. -Repetía sin perder oportunidad, encantado con aquél rostro que era bellamente enmarcado por una lacia, abundante y oscura melena de reflejos azulados. Lo que más lo maravillaba era que la chica andaba por la vida tan sencilla e ignorante de todo lo que provocaba que resultaba encantadora. Era todo lo que un hombre podía desear. Por tanto, a la primera oportunidad, citó a su hijo mayor un día en que Narah y su madre los visitaban. Ricardo III, Rico para la familia y amigos, tenía en ese entonces dieciocho años y sabedor en exceso de su galanura, no posó los ojos en la niña de quince que lo encontró engreído y cabeza hueca. A pesar del fiasco, Ricardo aguardó pacientemente hasta tener la ocasión de presentársela al benjamín de la familia. Y la oportunidad se presentó ese domingo:

-¡Narah! –Volteó y se acercó. -Es mi hijo. Hazme un favor: Dile que eres Enna.

Pensó que era Rico. No le apetecía hablar de nuevo con él. El hombre lo notó:

-Es Jaziel, el menor.

-Pero no lo conozco. ¿Para qué quieres que le diga que soy Enna?

-¡Oh! ¡Tú vacílatelo! Anda.

Tomó la bocina sin estar de acuerdo.

-Pero...no lo conozco. -Repitió tratando de hacerlo entrar en razón.

-¡Ese es el punto! Anda. Dile que eres Enna.

-¿…Bueno?

La voz al otro lado de la línea era grave, aterciopelada, pero, con los nervios que le provocaba la involuntaria broma, no lo captó.

-¿Quién habla?

-...E- Enna...

Jaziel sí notó la dulce voz que le hablaba y le encantó:

-¿Enna? A ver, ¿cómo está eso? ¿No se supone que tienes dos años?

-¿…Ya crecí?

-¡Aaaah! ¿Ya creciste? ¡Qué rápida!

-Ya ves… Así soy yo.

-Mmmh...Bueno, “hermanita”, al rato voy a ir a ver qué tal estás.

El rubor cubrió sus mejillas y Ricardo sonrió complacido: Jaziel lo haría feliz. La chica respondió próxima a sentirse ofendida:

-¿A ver qué tal estoy...?

-Sí. Voy a ir a ver que tal estás. Ya suenas grandecita. ¿Cuántos años tienes?

-Sabes que tengo dos. Te paso a tu papá.

-¡Ja, ja, ja, ja, ja, ja! -Rió abierta y triunfalmente. -Al rato nos vemos, “hermanita.”

La actitud insolente con que le habló le cayó muy mal. Le entregó la bocina a Ricardo y se retiró turbada de la sala, pensando en lo fresco que resultaba el desconocido.

 

La tarde transcurrió tranquila y amena. El timbre llamó. El hombre se disculpó y salió para abrir. Sabía que era su pequeñito y quería instruirlo. Era un romántico empedernido: Se había enamorado perdidamente de Carola Vizcaíno, su primera esposa y madre de los dos varones, cuando tenían quince años. En nombre de ese amor, se casaron embarazados, a los dieciséis. Dejó la preparatoria para trabajar pues debía pagar una renta, mantener a Carola y preparar la llegada del bebé. Su padre, Ricardo sr., no les prestó ninguna ayuda. Opinaba que no tenía por qué hacerse cargo de las “burradas” de su primogénito. Sabiendo la gran responsabilidad que cargaba en los hombros, Ricardo logró, con auxilio de un tío de su mujer, conseguir un puesto como capturista en la PROFECO. Con los años, ascendió hasta ocupar un importante puesto. Además, era bueno para la administración, así que cuando se le presentó la oportunidad invirtió en placas hasta ser propietario de una flotilla de taxis. A estas alturas ya era socio de un sitio, ubicado en excelentes puntos de oficinas y turismo de la ciudad. Sin embargo, las cosas con su esposa no funcionaron. No estaba dispuesta a encerrarse en casa. Quería ser alguien, no una aburrida ama de casa. Terminó la prepa con la ayuda de su suegra, quien cuidaba del bebé. Al inicio del segundo año de la carrera, nació Jaziel. Las necesidades de cada uno, aunadas a las tendencias conquistadoras propias de la edad de Ricardo, dieron al traste con la relación. Para cuando Carola se graduó como odontóloga, su esposo tenía una amante y se divorciaron. Padme entró a laborar como secretaria en PROFECO unos años después y Ricardo cayó en cuenta de que en realidad no había amado a nadie antes de ella. Ocho años después nació Enna: Una criatura blanquísima, de cabello dorado, rizado y ojos verdosos. Idéntica a su madre. La felicidad finalmente estaba completa. Ahora se sentía en el deber de no abandonar a sus hijos a su suerte. Los apoyaría como su padre no lo apoyó a él. Y no permitiría que cometieran el error que él cometió; sus hijos encontrarían a la mujer ideal sin dejar daños en el camino. Por eso buscaba que alguno de los dos se relacionara con Narah.

 

Jaziel tenía diecisiete años. Era rebelde, irreverente, intrépido y recordaba las palabras de advertencia de su hermano: “Abusado, carnal. Quién sabe con quién te vaya a querer emparejar, ya ves que a mí me quería meter a la chamaquita espantosa aquella. ¿Cómo se llamaba…? ¡Ay, quién sabe! Lo único que no quiero es verte en un papelón similar. Así que abusado, ¿eh?” Venía con la espada desenvainada. A él tampoco le tomarían el pelo. ¡No, señor! Si a su hermano, que era el más agraciado de los dos, le había preparado una cita con un adefesio, ¿qué podía esperar él?

 

Cuando entraron al salón, Narah, que ya había olvidado a su interlocutor telefónico, no pudo evitar una mueca de desagrado ante la facha del chico: Llevaba una gorra de Green Bay, chamarra deportiva a doc y un gastado y sucio pantalón de mezclilla. Pensó que, comparado con su hermano, no tenía nada de espectacular. Aquél, aunque sangrón, era guapísimo. Muy parecido a lo que debió ser su padre a esa edad. En cambio este chico no le parecía atractivo en lo más mínimo. Reconoció que era mucho más agradable y gracioso pero definitivamente no era el galán que todo México esperaba. El encuentro pasó para ella sin pena ni gloria. Para colmo, venía acompañado por su primo, Humberto Vizcaíno, un puberto de catorce años que lucía un rostro más atractivo que el de su alto y fornido primo más su fastidiosa y pesada personalidad daba al traste con todo.

 

Jaziel se avergonzó de su aspecto. ¡Había hecho caso a su hermano y había arribado a casa de su padre sin bañarse ni cambiarse luego de la reta de básquet por si la chica resultaba ser un esperpento…! Pero era hermosa. Lo cautivó. No podía dejar de mirarla. Ella se mostró igual que siempre. No pretendía causarle ninguna impresión. Se mantuvo absorta en sus próximas tiradas en el juego y no reparó en la insistente mirada. Mucho menos se percató de que Humberto la observaba con una lascivia excesivamente precoz.

 

Lunes. Volvía a casa después de la universidad. Estudiaba el primer cuatrimestre de Mercadotecnia. Le extrañó encontrar la tienda de cerámica de su madre cerrada. Bea había rentado ese local seis meses después de la explosión del laboratorio de Ignacio en un intento desesperado, y feliz al final, por recuperarse de la pérdida del hombre que amaba. Luego del sepelio, la mudanza de la viuda y su hija y unos días que consideró prudentes para tocar el tema, Daniel Garduño, amigo de toda la vida de Nachito, como lo llamaban amorosamente, socio y abogado de la empresa, la contactó para informarle que habían heredado una considerable fortuna en regalías por las investigaciones y medicamentos que su esposo había patentado, más la mitad de las acciones de la empresa farmacéutica que habían cofundado hacía ya veinte años. A partir de su muerte, Bea formó parte del consorcio. Sabedora de su falta de competencia en el ramo y sin ánimo de aprender sobre una materia que no le interesaba, firmó los documentos necesarios a fin de delegarle las responsabilidades. Daniel se quedó al frente de la empresa y jamás rompió los acuerdos que había firmado con su amigo. Los respetaba como cuando se encontraba en vida y hasta se acercó a ellas para servirles en todo aquello que pudiera, honrando así, la memoria de Ignacio. Bea recibía sustanciosos cheques mensuales. El asunto económico quedó resuelto y asegurado. Solo le faltaba encontrar la solución a ese doloroso asunto de estar instalándose en vivir recordando el pasado. Cansada de llorar, despertar la lástima en todos y, peor aún en ella misma, llegó al convencimiento de que debía seguir adelante, de que le la hacía falta a su hija, que tenía doce años en ese entonces, y se dispuso a no dejarla doblemente huérfana muriendo de depresión. Buscó la manera de mantenerse ocupada y no descuidar sus deberes de madre. Una tarde que regresaba del psicólogo con los ojos a reventar por las últimas lágrimas notó que una de las accesorias del edificio donde recién vivían estaba vacía. Su cerebro se iluminó. Era un excelente punto comercial y le daría la oportunidad de estar al tanto de Narah mientras se salvaba. Así fue como abrió su tienda y academia de cerámica.

 

Esperaba impaciente el ascensor. A pesar de ver a su madre levantarse de nuevo, nunca le dio la impresión de ser como un ave fénix. Le parecía frágil, digna de ser cuidada. Se daba cuenta de que no se había permitido mirar a ningún hombre de nuevo y le preocupaba porque no sabía cómo era que iba a sobrevivir cuando ella comenzara a hacer su vida. Necesitaba a alguien a su lado por eso agradecía tanto a Daniel su amistad.

-¡Mamá! ¿Por qué no abriste?

-¿Olvidaste que invité a comer a Padme y Ricardo?

-¡…Oh! Lo olvidé completamente. ¿Te ayudo en algo?

Besándole suavemente la mejilla: -No, mi amor. Todo está listo. Gracias. Anda a cambiarte. -Se dirigió de nuevo a la cocina. -¡Lupita! ¿Vas por las tortillas por favor?

El ama de llaves salió guiñándole un ojo cariñosamente a “su niña”, quien le sonrió y le envió un beso con la punta de los dedos. Dejó la mochila en el suelo y se sentó perezosamente en una otomana. Miró hacia el parque. La vista que le proporcionaba el ventanal siempre le había confortado el corazón: Había pasado horas, sentada ahí, contemplando el verde de los árboles y el azul del cielo, llorando en silencio la muerte de su padre. Con el pasar de los meses encontró tranquilidad hacia la ausencia del ser amado en la confianza que le infundieron las maestras de la escuela dominical con la certeza de que se encontraba al lado de Dios. Pero su madre no se sentía igual: Ya no sonreía, no comía ni hacía nada. Tampoco le hablaba. La niña pasaba las horas esperando que saliera por fin de su habitación. Lupita, que trabajaba con su familia desde que Bea diese a luz, se sentaba a su lado y juntas le pedían a Dios que su mamita volviera pronto a ser la misma. En aquellas súplicas, en la esperanza de una pronta respuesta y en aquellos cálidos brazos, Narah hallaba consuelo. Su fe se reafirmó cuando, una tarde, su madre volvió con su anhelada sonrisa dibujada de nuevo y con un entusiasmo renovador. Le pidió perdón por su abandono y no volvió a encerrarse. La chiquilla, sentada ante el gran ventanal, agradeció al cielo el que sus oraciones hubieran sido escuchadas.

 

El sonido armonioso del timbre la arrancó de sus recuerdos. Bea salió de la cocina y abrió la puerta. Aún sentada, vio entrar a Padme, a Ricardo, sonriente, llevando en brazos a su pequeña dormida y, detrás de él, a un chico vestido con pantalón de gabardina caqui, un bonito suéter tejido a mano de color azul índigo y un saco de lanilla café. Su cabello en un moderno corte “de hongo” le favorecía enormemente. Saludó familiarmente a su madre y fue ahí cuando lo reconoció: ¡Era Jaziel! Lo miró asombrada. El día anterior era la fodonguez ambulante y ahora… ¡Estaba guapísimo! Pretendió correr a su habitación para cambiarse pero ya no pudo. Se acercó sin más remedio. El chico la miró de arriba abajo. El uniforme de playerita y short la hacía lucir más atractiva de como la recordaba. Deseó meter su mano en aquel escote y separarle las bonitas piernas. Una ligera sonrisa de lado se dibujó en su expresión.

 

Después de la comida lo invitó a escuchar música en su habitación. La madre pidió discretamente a su doméstica que se diera sus vueltas para corroborar que la puerta se mantuviera abierta.

 

Jaziel habló mirándole las piernas:

-¿Es tu uniforme del diario? ¡Si me dices que sí tendré que cambiarme de escuela!

-Tu escuela puede contarte aún entre su alumnado. Solo lo uso los lunes y los viernes pues tengo práctica de voli. De hecho, siempre me cambio antes de volver a casa pero hoy me dio flojera. Disculparás.

-¡Para nada! Al contrario. Estoy agradecido. ¿A qué universidad vas?

-A la Del Valle. ¿Y tú?

-¡También!

-¿En serio? ¿Qué estudias y en qué sede estás?

-Ingeniería en sistemas en la de Boca del Río.

-¿Boca del río…? ¡¿Veracruz?! ¡¿Vives en Veracruz?! ¿Y qué haces aquí? El cuatrimestre termina el mes que entra.

-…Estoy suspendido…

No supo qué decirle. No quería hacerlo sentir mal, así que guardó silencio. Hallando comprensión en ello, quiso sincerarse. Se levantó con las manos en las bolsas del pantalón. En efecto, los hechos ocurridos le causaban sentimientos incómodos. Necesitaba hablar con alguien a quien no le importara el asunto y que, por ende, no lo sermoneara:

-Le puse una bomba de humo al profesor de álgebra lineal en el laboratorio y los detectores se activaron. Los aparatos y computadoras se dañaron con el agua… Conclusión: perdí el cuatrimestre. Puedo reinscribirme en enero pero “a prueba y bajo estricta vigilancia”, según la carta que me enviaron.

-¿Se te olvidaron los detectores de humo o abusaste de la fórmula?

-Las dos cosas. No preví ese pequeño detalle y mis cálculos fallaron.

-Esclarecedor. ¿Y por qué le pusiste una bomba al maestro? ¿No se te hace muy de… prepa?

-¡Sí, pero el wey se lo ganó! Hacía ya un mes que me venía haciendo la vida imposible porque… bueno, yo... este... me... Ya sabes. Con su hija. Nos encontraron en un baño.

-¡¿Con su hija?!

-¡En mi defensa, no sabía que era su hija! ¡¿Crees que si lo hubiera sabido, habría sido tan wey como para meterme con ella?!

-¡Bájale, niño! ¡Si no te estoy regañando! Me sorprendió, eso es todo. Tuviste la mala, pero muuuuuy mala suerte de que él fuera su papá... Y de verdad, discúlpame, pero en serio, en serio, tengo que reírme. -Su carcajada fue un alivio para él. Se sentó de nuevo, más relajado. Ella posó una mano en su hombro y sonrió cálidamente:

-No te saques tanto de onda. Estoy segura de que podrás recuperarte. Vamos iniciando: repetir cuatro meses no es demasiado. -Sonrió agradecido. Eso era lo que necesitaba escuchar. Había aguantado los regaños, reproches y peroratas del rector, el maestro, sus padres y sus abuelos. Así que las palabras de Narah le resultaron un viento fresco. -¡Entonces debemos tu presencia en el D.F. a que decidiste darte unas largas vacaciones!

-Pues no. Más bien es parte de mi castigo: Estoy trabajando por las mañanas en la empresa de mi abuelo. No quieren que esté de baquetón… Oye: -Le dio un suave codazo. -Gracias por tu comprensión.

-Bastante debes tener con tus propias recriminaciones.

-¡Díselo a mi familia! Opinan que me vale gorro haberla cajeteado.

-Yo creo que sabrás enmendarlo.

-¿Por qué?

-Porque se ve que lo lamentas en serio.

-Eres la única que lo ve.

-¡Eso es porque soy bruja! -Rieron. Jaziel se sorprendió al descubrirse tan cómodo. Además, se estaba divirtiendo sin alcohol o sexo. Aquello le resultaba extraño. Esa chica no era como las demás.

-Así que tú y tu mamá son viejas amigas de la familia.

-Tanto así como de la familia, no. Solo de tu papá y Padme.

-Supongo que están invitadas a la boda de mi hermano.

-Sí... Aunque dudo mucho que le agrade la idea de que me hayan invitado.

-¿Por qué?

-Pues... No nos soportamos desde que tu papá trató de emparejarnos.

-¡¿Eras tú?! -Pensó que su hermano era un verdadero idiota. Continuaron hablando. Le interesaba saber si tenía novio, le agradó saber que no. Pensaba en cómo le gustaría besarla. Su sonrisa lo provocaba. Narah lo observaba a hurtadillas. ¡Vaya! Si el día anterior alguien le hubiese dicho que se prendaría de él, se habría reído hasta mojar su ropa interior y apostado felizmente seis mesadas.

 

La hora de partir llegó. Se quedó mirando desde el balcón de su habitación cómo el auto de Ricardo desaparecía en la calle. Lo que no percibió fue que Jaziel se mantuvo mirándola hasta que doblaron en División del Norte. Cuando llegó a casa de su abuela fue abordado, sin decoro alguno, por Humberto:

-¡Qué onda, wey! ¿Cómo te fue con la morrita?

-¡No es una morrita, wey! ¿No escuchaste ayer que tiene dieciocho años?

-¿Te cae? ¡Se ve más chica!

-Pues solo se ve. Estudia Mercadotecnia.

-¡Dime lo que me importa, wey!: ¿Te la fajaste? ¿Está tan bien como se ve?

-¡No mamut, maestro! ¡La acabo de conocer!

-¿Y? ¡Eso no te ha detenido jamás! ¡Si así fuera tu maestro no te odiaría y no estarías suspendido, wey! ¿Y lo del sábado? ¿Qué, ya no te acuerdas de Federica? ¡Si tu tío Rogelio no te dice Caniel de gratis!

-Pero Narah es amiga de mi papá.

-¡Ora saliste santo! ¡Si no piensas lanzártele, pásamela, maestro!

-¡Ja, ja, ja, ja, ja, ja! ¡Sí, wey! ¡Hasta crees que te va a pelar! ¡Si eres un morro!

-¿Qué te apuestas a que te la bajo, wey?

- ¡Ja, ja, ja, ja, ja, ja! ¡Es bueno que tengas tan alto concepto de ti mismo! ¡Con esa estatura, te hará falta! ¡Ja, ja, ja, ja, ja, ja! -Así, riéndose de la puntada de su primo, subió las escaleras rumbo a su habitación. Humberto, se quedó pensando en lo bueno que sería besar a Narah.

 

 

 

 

 

 

 

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