Apenas cruzo la entrada, una sonrisa se instala en mi rostro sin que pueda evitarlo.
Estoy aquí. Realmente estoy aquí.
Pero estar aquí... también significa demostrar que lo merezco.
La academia es aún más imponente desde dentro. Los pasillos amplios y relucientes parecen extenderse sin fin, llenos de estudiantes que se mueven con propósito. Algunos caminan con confianza, con los hombros erguidos y la mirada en alto, como si ya fueran dueños de este lugar. Otros se agrupan en círculos reducidos, murmurando entre ellos, como si compartieran un secreto que solo unos pocos fueran dignos de conocer.
Mis ojos no pueden evitar recorrer cada rincón, intentando absorberlo todo a la vez.
Las aulas alineadas con enormes ventanales que dejan entrar la luz estelar, las insignias de Exter grabadas en alto relieve en las paredes, los estandartes ondeando con solemnidad, cada uno bordado con el emblema de Exter: una estrella blanca con ocho puntas, el reflejo de la energía estelar que todos contamos. En su centro hay otra estrella, pero está vez de cinco puntas y dorado, representa el Don Estelar, nuestra insignia de valor.
Y por último, un anillo de luz dorada. No tengo idea para qué sirve. Tal vez solo esté ahí para que todo brille más. Como un aro de compromiso cósmico con la perfección.
Miro mi emblema que está estampado en la parte del pecho de mi uniforme. El emblema tiene ciertos colores dependiendo de quien lo porte.
Mi estrella externa es de color naranja, el color de mi energía. Mientras que la estrella interna... bueno, representará mi valía.
Sonrío y sigo caminando con ansias de ver más.
Hasta que me llama la atención el patio de entrenamiento.
Desde donde estoy, puedo ver las plataformas flotantes, suspendidas en el aire como si desafiaran las leyes del universo. Las zonas de combate, delimitadas con campos de energía que vibran con un tenue resplandor. Los simuladores de habilidades, estructuras geométricas que se transforman con cada prueba, diseñadas para desafiar a los más fuertes.
Ahí es donde todo sucede.
Ahí es donde demostraré lo que valgo.
Un escalofrío de emoción recorre mi espalda. Sigo caminando, absorta en mis pensamientos, cuando de pronto alguien me empuja sin previo aviso.
—¡Ah!
Tropiezo hacia un lado, pero logro recuperar el equilibrio justo a tiempo. Un grupo de estudiantes pasa corriendo junto a mí, sin siquiera voltear a disculparse. No soy la única a la que han empujado. Hay más alumnos avanzando apresurados, todos moviéndose en la misma dirección, como atraídos por algo irresistible.
La curiosidad me pica.
¿Qué está pasando?
Decido seguirlos.
Me dejo llevar por la corriente de estudiantes, hasta que la multitud se vuelve más densa. Miro por encima de los hombros de los demás y entonces la veo.
Rehzah.
Es imposible no saber quién es. Incluso sin haberla visto nunca, la habría reconocido de inmediato. Su piel pálida, su cabello albino cayendo en finas hebras plateadas, sus ojos celestes resplandeciendo como la joya más pura jamás descubierta... No, más que eso. Son como los mismísimos astros moldeados en su mirada. Si la perfección tuviera forma, seguramente sería ella. Su porte es impecable, su postura firme y elegante. Su uniforme, más blanco que las nubes, predomina más que nuestros ropajes unidos. Y su emblema de Exter es celeste, su energía estelar y celestial a su vez.
Es... una diosa. Y yo... solo soy una cometa intentando no apagarse antes de llegar a su órbita.
Espera, ¿qué?
¿Qué acabo de pensar? ¡Una diosa! Me estoy volviendo ridícula.
Sacudo la cabeza, parpadeo rápido y respiro hondo. Me estoy dejando llevar un poco, solo un poquito.
El peso de su linaje la precede. Es descendiente directa de Azter, el salvador de nuestra raza, el líder perfecto. La sangre del fundador de Exter corre por sus venas. Y por eso, el Azterismo la venera como la próxima heredera de su legado.
Los estudiantes la rodean con un respeto reverencial. Nadie se atreve a interrumpirla, como si estuvieran en presencia de algo sagrado. Y en cierto modo, lo están.
Pero ella... ni se inmuta.
En contraste con la multitud ferviente, se mantiene impasible. Su expresión es fría, su mirada distante. Incluso cuando le hablan, apenas asiente con un leve movimiento de cabeza, como si el simple acto de responder fuera una molestia innecesaria.
—Eviten amontonarse —dice de repente, con una voz suave pero firme, sin elevarla más de lo necesario—. No tengo interés en este tipo de espectáculos.
La indiferencia es clara. No desprecia a los demás, pero tampoco los considera dignos de su atención. Para ella, estos estudiantes no son más que ruido de fondo.
Y, sin embargo, ellos siguen allí, fascinados.
Es en ese momento cuando, casi sin pensarlo, lleva una mano a su cabeza. Sujeta su tiara con dos dedos, la desliza hacia atrás con elegancia y, con un movimiento mecánico pero fluido, la usa para peinar una sección de su cabello. Las hebras plateadas vuelven a caer en orden perfecto sobre sus hombros.
Es un gesto mínimo, pero tan calculado, tan impecable, que parece coreografiado. Como si incluso la forma en que se acomoda el cabello debiera estar a la altura de una heredera.
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Editado: 22.08.2025