El aire se vuelve pesado de repente.
Me muerdo el labio, incapaz de encontrar una respuesta adecuada. No debería haber preguntado tanto. Fui curiosa cuando no debía. Y ahora lo dejo expuesto, roto frente a mí, sin saber cómo recoger lo que yo misma provoqué.
Su frase… me quiebra algo por dentro. Como si me arrojara un espejo en la cara. Yo tampoco soy especial. Vivo con la herida de no tener un Don Estelar, de sentirme incompleta. Pero al menos tengo una historia, un hermano, emociones que me ahogan aunque duelan… y un nombre. Él no tiene ni eso.
Lo observo, tratando de procesar lo que acaba de decir. Lo había imaginado distinto: pensé que se excusaría con evasivas, o que al menos inventaría un pasado a medias. Pero no. Lo que me entregó fue una declaración absoluta. Vacía. Y no saber quién eres… debe ser como caminar con los ojos vendados en un mundo que todos dicen ver. Aterrador.
Y lo que más me golpea es que no parece que lo oculte. No es que quiera esconder sus emociones detrás de esa calma perpetua. Es que, tal vez… simplemente no tiene emociones que mostrar. Eso no es frialdad. Es ausencia. Una ausencia que lo convierte en alguien aún más triste de lo que yo me había imaginado.
Siento un nudo de culpa en la garganta. No solo por su revelación, sino porque fui yo quien lo empujó a decirlo. Le abrí una herida que quizá ni él sabía que tenía. Y ahora me pesa como si yo misma se la hubiera dejado ahí.
Cuando lo conocí por primera vez, me dijo que no tenía nombre. No lo dijo con tristeza, pero tampoco con sentido. Como si no supiera lo que significaba tener uno.
En ese momento lo tomé como rareza, como si fuera un chico excéntrico más. Pero ahora… ahora lo entiendo. No tener un nombre no es una anécdota graciosa. Es no tener historia. No tener pertenencia. Es caminar por el mundo como una carpeta sin etiqueta, esperando que alguien la abra por curiosidad, no por valor.
Y si él cree que fue “mal instalado”... entonces alguien tiene que instalarle algo que nadie más le dio. No un sistema, sino un alma. Un inicio. Una palabra. Un nombre.
Bajo la mirada y respiro hondo.
—Lamento que no sepas quién eres —digo con una voz suave—. Pero no estás solo.
Cero parpadea, como si la idea le resultara extraña.
—Yo también me he sentido sola. Nunca he tenido un amigo. —Las palabras se me escapan más rápido de lo que quisiera. Es la primera vez que lo digo en voz alta. Quizás porque, después de lo que me confesó, callarlo sería como esconderme tras un muro mientras él me muestra sus grietas.
—Tal vez no pueda ayudarte a encontrar todas esas respuestas —continúo, esforzándome por mantener la voz firme—, pero quiero intentarlo. Y si me dejas… quiero darte algo.
Cero inclina levemente la cabeza.
—Una identidad —digo con seguridad.
Él me observa con más atención.
—¿Cuál es la diferencia entre una etiqueta y un apodo?
Sonrío.
—Las etiquetas sirven para referirse a objetos o cosas en particular. Pero los apodos… los apodos los dan aquellos que te valoran.
Cero no dice nada. Solo me observa con esa expresión impenetrable.
—Así que te daré un apodo.
Me detengo. No puede ser cualquier palabra. No después de lo que me dijo. No después de abrirme así.
Repaso mentalmente el día: lo primero fue su aparición repentina, como si hubiera surgido de la nada, sin aviso, sin pertenencia. Luego, esa fijación rara con las rocas, hablándoles como si fueran viejos conocidos. Después, el almuerzo: devoró la comida en segundos, como un vacío imposible de llenar. Y en la cafetería… esa calma inmutable, borrando el poder de Ramser como si la energía no existiera para él.
Cada recuerdo es una pista, pero ninguno encaja del todo. “Roca” o “Piedra”… demasiado simples, demasiado burlescos. “Irrompible”… rígido, tosco, ajeno a lo que transmite su presencia. Él no es una muralla. Es algo distinto.
Entonces lo comprendo. Cero no es un muro, ni un golpe, ni siquiera una fuerza bruta. Es lo intangible. Es esa neblina que se desliza en silencio y de pronto descubres que siempre estuvo allí. Invisiblemente presente. Abrumando no con violencia, sino con existencia.
—Bruma —susurro, como si probara el sonido en mis labios antes de soltarlo al universo. Luego lo miro con decisión—. Te llamaré Bruma.
Él ladea ligeramente la cabeza.
—¿Bruma?
Asiento, con firmeza esta vez.
—Sí. Es profundo y misterioso, como tú. Y además… —esbozo una sonrisa— “abruma” a todos sin querer.
Cero no responde de inmediato. Su mirada se fija en mí, sin revelar emoción alguna. Pero entonces… parpadea. Una sola vez. Un gesto casi imperceptible. Y por alguna razón, sé que lo ha aceptado.
Pero antes de que pueda decir algo más, un sonido fuerte interrumpe el momento.
La puerta se abre de golpe. Se estrella contra la pared como si Exter entero exigiera respuestas.
Mi corazón da un brinco.
Neikker ha llegado temprano.
Demasiado temprano.
Irrumpe en la habitación con la misma presencia imponente de siempre, esa que parece llenar todos los espacios hasta dejar el aire sin oxígeno. Su uniforme, impecable como de costumbre, contrasta con la dureza de su mirada cuando sus ojos se fijan primero en mí… y luego en Cero.
#2399 en Fantasía
#1079 en Personajes sobrenaturales
#2976 en Otros
#299 en Aventura
Editado: 24.10.2025