×0: El poder de ser nadie.

2.2 – La responsabilidad de la perfección.

Horas antes - En los cielos del atardecer.

El suave traqueteo del transporte exclusivo apenas y llega a los oídos de Rehzah. Su mirada se pierde en la ventana, pero no ve realmente el paisaje que pasa fugazmente a su lado. Su mente sigue atrapada en lo sucedido en la cafetería.

¿Cómo es posible que un chico insignificante haya logrado detener el ataque de Ramser como si nada?

La idea la irrita más de lo que quiere admitir. Ramser no es precisamente refinado, pero su energía estelar azul rey es poderosa, feroz, tan intensa que incluso los instructores la reconocen con recelo. Su Don Estelar... uno capaz de doblegar la materia misma. Nadie en su sano juicio se queda quieto ante un ataque así.

Y sin embargo, aquel chico lo hizo.
Sin miedo.
Sin esfuerzo.
Sin propósito aparente.
Pero eso no fue lo que más la perturbó.

Ramser siempre sigue las reglas de la jerarquía. Pelea para demostrar fuerza, para recordarle a todos su lugar.
Este chico, en cambio… no actuó como debía hacerlo.

No se burló, no lo menospreció, tampoco mostró compasión. Simplemente lo miró, con esa calma absurda, como si la energía de Ramser no existiera. Como si todo aquello —el ataque, la tensión, la expectación— no tuviera peso alguno.
Y entonces, su voz.

Esa voz tan serena, tan fuera de lugar, que aún le provoca un eco en la memoria:

—Interesante… pensé que tal vez sentiría algo.

No lo dijo como desafío.

Lo dijo como quien observa un experimento fallido.
Y fue eso, justo eso, lo que la atrapó.

Porque en Exter, nadie se permite sentir tan poco. Nadie es indiferente ante el poder.
Pero él lo fue.

Por eso Rehzah no puede dejarlo pasar. Necesita entender qué clase de vacío es capaz de borrar un Don… y hacerlo sin pretender nada a cambio.

No sabe si lo que la perturba es el misterio del chico… o el deseo de ser quien lo resuelva.

El transporte se detiene suavemente frente a la mansión.
Una fila de sirvientes se inclina al unísono, con esa precisión casi coreográfica que solo se consigue tras años de obediencia.

—Sea bienvenida, señorita Rehzah.

Ella no responde. Ni siquiera los mira. En su mundo, la reverencia es una rutina, no un gesto.
Porque aquella mansión —por lujosa que parezca— no es su hogar.
Es la residencia de los súbditos. Un simple reflejo del poder verdadero, una sombra pulida para los que necesitan sentirse cerca de la luz.

Rehzah continúa su camino unos metros más adelante, y entonces el paisaje cambia.
Ante ella, el mundo parece inclinarse.
Se alza su verdadero hogar: el Gran Majestuoso Palacio Blanco de Azter.

Majestuoso, sí.
Imponente, también.
De un blanco inmaculado que casi duele a la vista, con filigranas doradas que capturan hasta el último rayo del atardecer y lo devuelven como si fuera una bendición.

Más que un castillo, parece un juramento esculpido en piedra.
Un monumento a la perfección que su linaje exige… y una prisión disfrazada de pureza.

Se dice que dentro de sus muros pueden vivir hasta cincuenta mil exterianos, ni uno más.
Allí residen no solo los devotos, sino los guardianes de la doctrina.
El linaje de Rehzah no gobierna Exter con fuerza, sino con fe.
Una fe que pesa más que cualquier espada.
Porque ese palacio no es solo un hogar.
Es una reliquia sagrada.
La parroquia central del Azterismo: el legado vivo del propio Azter, el fundador de Exter.

Y entre esas paredes bañadas en santidad, la espera la única figura capaz de igualar su poder… su padre.

Zhair, líder supremo del Azterismo, la espera en su estudio.
La habitación parece hecha de silencio. Cada línea, cada destello dorado, cada sombra en el mármol blanco está dispuesto con la misma precisión que gobierna su vida.

Su sola presencia llena el espacio: la calma de quien no necesita levantar la voz para dominarlo todo.

Es un exteriano de porte impecable, con la túnica ceremonial bordada en hilos de luz y pureza. En sus manos sostiene un báculo antiguo, una reliquia del propio Azter, con el símbolo sagrado grabado en la punta.

No es solo un arma ni un emblema. Es su ancla. Su excusa. Su manera de no temblar cuando el peso del legado amenaza con quebrarlo.

Cada movimiento de Zhair parece pensado con antelación; cada palabra, calibrada.

Solo su mirada traiciona algo más profundo: esa mezcla de juicio y expectación que solo un padre siente por la hija que todavía no ha decidido quién será.

—Hija mía —dice, y su voz suena tan tranquila como un decreto—. ¿Cómo fue tu primer día? ¿Te han tratado con la reverencia que mereces?

Rehzah inclina la cabeza con una calma ensayada.
—Por supuesto. Como siempre.

Zhair asiente apenas. La comisura de sus labios dibuja una sonrisa contenida: demasiado correcta para ser cariño, demasiado tibia para ser orgullo.

Aun así, para Rehzah, es suficiente para no apartar la vista.

—Pero hoy contemplé algo más… molesto —añade ella, probando suerte, intentando romper el molde por un instante.



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En el texto hay: humor, identidad, vida escolar.

Editado: 14.11.2025

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