RICHARD
Crecí teniendo miedo.
No se trataba de ese tipo de terror que tienen los niños a que algo malo pase o de perder a ese ser querido. Iba más allá de lo que alguien podía controlar o de lo que un especialista podría explicarme. No estaba enfermo, mi mente no me lo hacía como respuesta a algún suceso, no había nada malo conmigo. Pero siempre estaba aterrado, temblaba, creía que alguien me estaba observando. Mi madre y mi padre nunca quisieron aceptarlo, siempre inventaban excusas para creer que en realidad no ocurría nada. Ellos se las tragaban, quizás los que me rodeaban un poco, pero yo no.
Yo sabía y podía sentir que ella estaba conmigo, a pesar de no tener idea.
Nadie lo sabía, todos pensaban que vivía en la mentira, pero el pequeño Richard tenía una habilidad especial para encontrar lo que no quería saber. Por eso se enteró, por eso se asustó, por eso el miedo lo dominó.
No recuerdo cuántos años tenía, sólo sé que era de noche. Yo todavía no sentía nada extraño conmigo, pero podía percibir que había algo que se me escapaba de las manos. Cada día podía palparlo como si fuese algo que se encuentra en el aire, mamá y papá actuaban como si no hubiese nada malo con nosotros, como si ella nunca hubiese existido. Y yo sospechaba, pese a mi corta edad me preocupaba que mis padres estuvieran tristes y por eso intentaba no ser una molestia. No con ellos. Me dolía, creía que no eran felices y eso me entristecía. En mi mente siempre habíamos sido una familia feliz, hasta que fui creciendo y me percaté del error. Era falso, había algo que no me decían.
Por eso comencé a acercarme a ellos, intenté soltar preguntas sin respuestas que los dejaba sin habla. Terminamos llorando, papá se enojó con mamá y ella sólo se sentó a mi lado a abrazarme. Pero no me lo dijeron, aunque confirmaron mis dudas.
Había algo. Y me lo estaban ocultando.
A los pocos días papá nos abandonó. Ni siquiera entiendo cómo lo hizo. No dejó una nota de despedida, no se fue dándonos la espalda. No lo hizo de esa forma. Simplemente nos echó. Cuando mamá y yo volvíamos de hacer unas compras la casa estaba a oscuras, cerrada, y no podíamos entrar. Llamamos miles de veces, quisimos romper las ventanas, pero no pudimos hacerlo. No cuando pudimos olfatear el humo y oír el crepitar del fuego. De repente notamos lo que de verdad estaba ocurriendo: papá había escapado y se había llevado todo consigo.
La casa ardió en llamas ese día. Mamá no lloró. Tomé su mano con fuerza y, así, yo tampoco lloré.
Decidí no insistir más con ese tema. Cada día estaba más aterrado, cada día una pregunta nueva surgía y mi mente se llenaba un poco más de humo, de confusión. Sentía que ardía, yo era la casa y papá me había quemado. No me dolía por él, no sentía lástima porque me negaba a hacerlo. La que me destruía era ver a mi madre caminando sobre el infierno en el que se había convertido nuestro avanzar.
Encontramos un departamento. Mamá siempre traía a muchos hombres y me pedía que me quedara en mi habitación. Yo lo hacía. Oía sus gritos, los gemidos, no entendía qué estaba ocurriendo, pero no interrumpía. Me limitaba, quizás por mi bien, a vivir en esa ignorancia. Cuando acababa y el hombre se iba, cuando yo terminaba asustado sin saber por qué mamá gritaba de esa manera, ella siempre estaba enojada. Conmigo. Con el mundo. Con todos.
Hasta que, un día cualquiera, él decidió volver.
Papá y mamá discutieron. Ninguno era el mismo. Yo la veía a ella como una heroína y a él como un villano. Grité, pero no me oyeron. Entonces lo supe, cerré la boca y aguardé. Hablaron de ella. Respondieron mis dudas.
Y todo cobró sentido.
Tenía una hermana, pero estaba muerta. Papá decía que era hora de decírmelo, que la mentira iba a dañarme. Mamá lo abofeteó. Le dijo que ya no tenía ningún tipo de opinión sobre lo que yo debía o no saber de ahora en adelante. Y papá respondió: «Me fui, pero sigo siendo su padre». Y mamá me llamó. Tardé en llegar, pero cuando lo hice papá me vio y empezó a llorar. Intentó acercarse a mí, pero ella lo detuvo.
Mamá me preguntó si tenía un padre.
Dije que no.
Me preguntó si quería uno.
No respondí. No quería hacerlo.
Pero insistió.
También dije que no. Mentía.
Después de eso, nunca más volví a cruzarme con él.
Mamá siguió con sus cosas, cada día empeoraba más. Su aspecto se volvió triste, no sonreía, se convirtió en una fumadora. Nunca me abrazaba, no volvió a decirme «te quiero». Yo casi vivía encerrado en mi habitación, casi creía que eso era vivir. Ya no iba al colegio, no tenía amigos, pero sentía que todo estaba bien. Al menos eso era lo que intentaba creer, al menos sabía lo que mis padres me habían ocultado.
Editado: 07.02.2019