AARÓN
Era una mancha y sentía que me arrastraba, que hacía mover mis pies sin detenerse. No lo entendía, ni siquiera sabía por qué estaba ahí o por qué todo parecía estar girando sobre mi cabeza. Pero sucedía, el reloj me lo estaba indicando: el tiempo seguía corriendo incluso dentro de la casa, por más que no lo pareciera. Por más que no nos dábamos cuenta.
Porque es justamente eso lo que sucede la mayoría de las veces. No lo sabemos, lo olvidamos, pero estamos viviendo sobre el tiempo, él nos hace avanzar, nunca retroceder, y la mayoría de las veces ni siquiera somos conscientes de ello.
Estaba observando el reloj sin entender por qué lo hacía, pero percibí algo extraño en la fuerza del sonido que emitía. Ni siquiera notaba que lo estaba escuchando pero en mis oídos siempre estaba, nunca se iba.
—¡Oye, Aarón!—me llamó alguien, noté esas palabras lejanas. Mis ojos permanecieron inmóviles, no tuve la mínima intención de voltearme hasta que un par de manos se aferraron a mis hombros y lo hicieron. Me encontré entonces otra vez con los ojos castaños de Esther, quien me observaba con la misma sonrisa de siempre—. ¿Vas a ayudarnos?
Evitaba preguntar, me sentía algo extraño y todavía oía al reloj, así que alcé la mirada y divisé a ese tal Daniel siendo arrastrado por Victoria, quien tiraba de él hasta que por fin consiguió meterlo dentro de la cocina. Esther ladeó la cabeza en dirección a ellos y enseguida se apresuró a alcanzarlos, cosa que terminé por hacer para no quedarme a solas con el reloj otra vez.
En la cocina no estaban todos. Sobre la mesa había dos cajas más grandes que las que habíamos visto y estaban cerradas. Los cuatro nos acercamos a ellas en silencio y, cuando Esther intentó extender su mano para abrir una de ellas, Victoria reaccionó.
—¿Qué haces?—le espetó, como si fuese un niño pequeño a punto de meter sus dedos en la toma de corriente—. No sabemos de dónde salieron.
—¿Y si sólo es comida?
—¿Por qué iba a ser sólo comida?—replicó Daniel.
No esperé a que me detengan a mí también, simplemente extendí una de mis manos y abrí la primera caja. No ocurrió nada, no me hizo daño, así que eso pareció relajar tanto a Daniel como a Victoria, quienes no tardaron en extenderse para ver qué había dentro. Ella lanzó un suspiro y se alejó. No dijo nada, y en cuanto Esther y yo nos inclinamos para verlo y descubrir que sí se trataba sólo de comida, ambos esbozamos una sonrisa. Pero tampoco dijimos nada.
Abrimos la otra caja, más de lo mismo, y luego nos dispusimos a ordenar. Sólo eran latas en su mayoría, alimentos no perecederos y una caja extraña que contenía siete botellas de agua. Victoria no tardó en tomarlas y llevarlas hasta la mesada, en donde se detuvo a observar las etiquetas de cada una.
—Al parecer vamos a recibir estas botellas todos los días, como si tuviesen que alimentarnos—masculló, antes de girarse y pedirme que le pase la caja. No dudé en hacerlo, ni siquiera vi qué había dentro, pero en cuanto sus manos la tomaron, antes de que yo pueda soltarla, sentí algo extraño—. ¿Qué mierdas...?
Fue como una descarga, pero a la vez me hizo daño. La caja cayó a nuestros pies y oímos el ruido de cristales rompiéndose, pero no pude reaccionar. Victoria no tardó en inclinarse para revisar la caja, yo retrocedí. Observé mi muñeca, ardía y la mancha comenzaba a cambiar.
Todo sucedía rápido y despacio a la vez, Victoria sacó dos cajas, las pequeñas a las que estábamos acostumbrados, de la grande, y luego me observó antes de murmurar:
—Equilibrio.
Daniel y Esther permanecían en silencio como si no supiesen qué hacer exactamente. No quería tocar mi muñeca, no sabía qué hacer para detener las punzadas y el dolor, así que formé un puño pero eso sólo lo empeoró.
—Aarón, no vas a detenerlo—susurró Victoria, incorporándose de repente para acercarse un poco a mí. Volví a retroceder—. No lo intentes.
Seguía oyendo el constante sonido del reloj, seguía sintiendo que estaba justo en frente de él observándolo sin poder reaccionar. Vi, de nuevo, las agujas moviéndose y volví a preguntarme si no deseaban detenerse, dejar de avanzar siempre. A veces me sentía de esa forma, sentía que era una jodida aguja, que nunca iba a detenerme, que mi trabajo era avanzar, siempre hacia adelante, nunca hacia atrás. Era eso lo que me habían dicho: no te detengas. La vida es una bicicleta, sí. La vida es como nadar. Tienes que hacerlo o te ahogarás.
¿Pero qué si yo no sé cómo manejar una bicicleta?
¿Qué si yo no sé nadar?
¿Qué tengo que hacer si la vida pasa por encima de todo lo que yo creía saber?
Para mí no existía la opción de detenerse, para mí la vida no era una bicicleta o como nadar. Para mí la vida era un reloj, uno que no podía quedarse sin cuerda, uno que no tenía la opción de detenerse ni siquiera cuando ya no podía dar más.
Editado: 07.02.2019