ZAYN
—¡Heather!—chillé, intentando copiar la voz femenina de Esther. Me sentía patéticamente asustado—. ¡Soy la chillona! ¡Tienes que dejarme entrar o soplaré y soplaré, y la puerta...!
La puerta se abrió en ese instante, la pelirroja me dedicó una sonrisa acompañada de una mirada que parecía estar preguntándome si de verdad iba en serio. Decidí rendirme e ir directo al grano.
—¿Cómo está?
—No despierta—admitió, recostándose sobre el marco de la puerta—. Pero está murmurando tu nombre.
—Lo sé—respondí al instante—. Fue lo primero que dijo antes de...
—Zayn—me interrumpió de repente, dejando de sonreír y frunciendo un poco el ceño. Dejé de hablar, noté que otra vez mis manos temblaban—. ¿Estás así de insistente por Maia o porque está diciendo tú nombre?
Permanecí unos instantes en silencio sin saber qué responder. Finalmente admití que no lo sabía, que era más bien una respuesta al hecho de que no tenía idea de qué le había pasado, de por qué había caído para terminar susurrando mi nombre. Había algo que no terminaba de convencerme, quizás se debía a la facilidad que tenía para ponerme nervioso y tranquilo a la vez. Pero no quería que algo malo le pase. A nadie.
Y faltaba poco para medianoche. Dos horas. Era mucho y a la vez... nada.
—Intenta relajarte—me aconsejó Heather, echándose hacia atrás y volviendo a cerrar la puerta—. Va a despertar. Confía en mí.
Desapareció con facilidad. Y volvía a estar del otro lado, sin poder entender por qué no me dejaban entrar.
—Son ridículas—masculló alguien a mi lado, reconocí la voz de Victoria—. Podrías ayudarlas bastante.
Me volví hacia ella. No sonreía, pero sabía algo.
—¿A qué te refieres?—pregunté.
No estaba seguro de si iba a recibir una respuesta, pero intentar no dañaba a nadie. Victoria se acercó un poco más a mí con lentitud.
—Eres el código. Ya te lo dije—siguió mascullando, como si fuese un secreto. De repente, me enseñó una caja que tenía en su mano. Era blanca y pequeña. Sacó de ella un frasco que contenía un líquido blanco—. ¿Quieres saber para qué sirves?
Sacudió el frasco frente a mí como si quisiese tentarme. Alcé la mirada para observarla directamente a los ojos.
—Quiero saber por qué está susurrando mi nombre—le espeté—, pero no estoy tan desesperado.
—Eres el código—se apresuró a repetir, esta vez utilizando un tono más serio, como si quisiese hacerme entrar en razón antes de cometer alguna estupidez—. El código necesita al equilibrio. Hazme caso.
—Olvidas que no tengo idea de a qué te refieres—repliqué—. ¿Cómo sé que no vas a utilizarme?
Victoria se hartó de mi actitud y acortó aún más el espacio que había entre nosotros. Nuestras miradas se encontraron, la suya irradiaba cierto enojo que me hizo olvidad el posible ataque de ansiedad que creía que estaba a punto de tener. Tragué saliva e intenté no alejarme.
—Sin mí eres inútil—me espetó, con cierta furia contenida—. No pienso explicártelo, y la verdad es que no tienes opción. Si quieres saber qué mierda significa ser el Código de medianoche, por qué esa idiota está diciendo tu nombre sin parar o por qué eres tan cobarde, tienes que tragarte este puñetero líquido.
Intenté tomar aire, notando que comenzaba a faltarme. Alcé un poco más la mirada para clavarla en el techo.
—No tienes ninguna razón para confiar—prosiguió—, pero tampoco tienes alguna para desconfiar.
—Maldita sea—maldije, lanzando un suspiro—. Dame ese jodido frasco de una vez.
Se alejó, satisfecha, antes de extender su mano en mí dirección y depositar el frasco con el líquido blanco sobre mi mano. Lo sostuve, era pequeño y quizás frágil. No parecía tener un buen sabor. Hice una mueca.
—¿Y si me mata?
—Hazlo—me ordenó.
Le quité la tapa al frasco antes de acercarlo a mis labios y cerrar los ojos. Estuve a punto de hacerlo, hasta que ella volvió a hablar.
—Espera—me interrumpió, tomando mi brazo y empujándome en dirección a uno de los sillones—, quizás debas sentarte.
Lo hice, no sin antes echarle una mala mirada. Finalmente decidí hacerlo de una vez y alcé el frasco, el líquido quemó mi garganta al bajar por ella y no tardó en hacer efecto. Todo comenzó a girar y, de repente, a tornarse blanco, a perder el color.
Sentí que, además, perdía el control de mi cuerpo. Parte por parte. Comenzó en mis pies y subió, alcanzó mi pecho y más tarde mi cabeza, y ni siquiera pude cerrar los ojos antes de perderme en alguna parte.
Editado: 07.02.2019