1) El ángel pecador

Capítulo 17: "Una tarde en la vida de la Muerte"

Muerte

Caminé sin rumbo fijo por las calles de la Tierra, una pesadez existencial se cernía sobre mí como un sudario. Mis pasos, tan ligeros como la sombra que proyectaba la luna menguante, me llevaron hasta un bar, un oasis de bullicio mortal y luces neón parpadeantes en medio de la desolación de la noche. Me detuve en el umbral, el frío metal de la puerta bajo mi mano, considerando seriamente mis posibilidades de pasar desapercibida. Se suponía que me veía como una niña, o, para ser más precisa, como una adolescente, un caparazón frágil y engañoso para el poder que albergaba, un poder capaz de deshacer mundos. Era obvio que, por mi apariencia, no me iban a dejar pasar; de eso estaba muy segura. La Muerte, la inevitable, encarnada en una figura juvenil, era una paradoja que pocos comprenderían, una burla cruel al entendimiento humano que me irritaba profundamente.

«Bueno, nunca más», pensé con el ceño fruncido, una mueca de disgusto por la farsa que debía mantener, por la mentira que era mi existencia en este plano. La resignación se mezclaba con una profunda amargura, una bilis que sentía en lo más recóndito de mi ser inmortal.

Abrí la puerta, y el murmullo de las conversaciones se detuvo abruptamente. Todos los pares de ojos en el lugar, ahogados en el humo del cigarrillo y el olor a alcohol barato, se fijaron en mí, una avalancha de miradas curiosas, algunas lascivas, otras simplemente sorprendidas por mi inusual presencia. Rodé mis ojos con fastidio, una señal de mi hastío milenario, y caminé hacia la barra con una lentitud deliberada, un aire de indiferencia, casi de aburrimiento que yo misma me esforzaba por proyectar. Pedí una bebida, cualquier cosa que calmara la sed de siglos, la sequedad de un alma que ya no sentía emociones, ya que hacía mucho tiempo que no bebía nada, ni siquiera la sangre de los mortales que me alimentaban, cuyas vidas segaba sin remordimiento.

Ser la Muerte es un trabajo agotador, una carga incesante que aplasta el alma de cualquier ser, incluso de uno como yo. Muchas veces, no había tiempo para uno mismo, para el mero placer de la existencia, para un respiro en la eternidad que se extendía ante mí. Igualmente, no me preocupaba por lo que hacía, por las vidas que reclamaba, por el dolor que dejaba a mi paso; siempre tenía mucho trabajo, una cosecha interminable que me mantenía en constante movimiento, un ciclo sin fin que me condenaba a la labor perpetua.

—Hola, linda. —Sonrió el sujeto que estaba a mi lado, su voz empalagosa, sus ojos pequeños y llenos de una lujuria banal que me repugnaba hasta la náusea.

Debía haberme acostumbrado a esas cosas, a esas interacciones mundanas que se repetían una y otra vez desde el amanecer de la humanidad, pero no, no lo hacía. No había manera de acostumbrarme a esos vocativos baratos que esos seres decían con tanta facilidad, tan vacíos de significado, tan llenos de ignorancia.

—¿Es a mí? —Alcé una ceja, mi voz, un susurro gélido, cargado de una inocencia falsa que era mi mejor disfraz, una burla apenas perceptible.

—Sí, a ti, claramente. —Sonrió, una sonrisa descarada, creyendo tener el control de la situación, ignorante de la entidad que tenía a su lado.

—Te equivocaste de persona. —Sonreí, una sonrisa que no llegó a mis ojos, un abismo de crueldad se abrió en mi expresión. Hice que mirara directamente a mis pupilas, a los abismos que reflejaban la nada, el vacío primordial que era mi hogar, el fin de todo. Y en un instante, antes de que pudiera parpadear, cayó al suelo muerto, un títere sin hilos, su vida extinguida en un suspiro, su alma arrancada por mi mero deseo. Reí levemente ante lo ocurrido, un sonido macabro que solo yo podía apreciar, una melodía para mis oídos, el sonido de la inevitabilidad—. Lo siento, pero he dicho que te equivocaste de persona.

Vi mi bebida, y el reflejo de mi mirada, la esencia de mi ser, de mi poder ineludible, se extendió por todo el lugar como una plaga invisible. Por lo cual, todos cayeron muertos al suelo, uno tras otro, sus vidas extinguidas en un suspiro colectivo, como velas apagadas por un soplo gélido que yo misma había provocado, sin esfuerzo. El silencio que siguió fue casi ensordecedor.

—Upss… no limpiaré esto. —Sonreí, una mueca de satisfacción que no alteró mi rostro impasible, ya acostumbrado a la destrucción que dejaba a mi paso. Agarré mi billetera, pagué la bebida, la dejé sobre la barra como un tributo a la vida que había arrebatado, y dejé el dinero en la boca del mesero, un gesto grotesco de mi poder, una burla final a la vida que había terminado—. Perdón a todos.

Yo era la Muerte, la cosechadora de almas, la inevitable. Y todos, sin excepción, sin resistencia, caían a mis pies, sus vidas, meros hilos en mi telar, cortados con una facilidad pasmosa. No había modo de no sentirse fuerte y capaz de cualquier cosa, de que el universo mismo se doblegara ante mi voluntad, ante la inmensidad de mi poder absoluto.

Salí del lugar con el ceño fruncido, el hedor a sangre y muerte impregnado en mi memoria, una fragancia familiar que a veces me hastiaba. Miré por dentro toda esa obra de arte de la aniquilación, sangre por doquier, un lienzo carmesí de vidas truncadas que se extendía ante mis ojos, y muchas almas para cosechar, esperando ser reclamadas por mi toque frío. Era el cuadro perfecto, una sinfonía de la aniquilación que me hubiera valido un reconocimiento especial en el Inframundo. Seguramente, me hubieran pagado mucho dinero por eso, si los mortales pudieran apreciar la macabra belleza del fin, la perfección del vacío.

—¡July! —Gritó alguien, una voz familiar que me sacó de mis pensamientos sombríos, de mi contemplación de la muerte que había sembrado. Era Rubby.

«Genial», pensé sin ganas de tomar el papel de la persona en la que estaba encarnada. La farsa continuaba, el juego de la existencia con sus reglas absurdas.

Escuché que alguien me llamó y me di la vuelta, mi rostro, una máscara de normalidad, de inocencia adolescente que no traicionaba el abismo que era mi interior.




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