Cassiel
Recuerdo cada una de mis vidas; la primera vez en la tierra se me había olvidado cuántos envases tuve hasta ese momento. El primero, había sido el de una mujer en el año 1867, inmortalicé muy vagamente su forma física, solo me fijaba en los sentimientos u oraciones celestiales a la hora de usar un cuerpo. No me agrada mucho utilizar el verbo “usar”, pero básicamente eso es lo que realmente hacemos, usamos un cuerpo para lograr el cometido y, por primera vez en la vida, me sentía algo mal por hacer lo que hacía, pero era mi deber.
Jamás podría haber subestimado la palabra de mi padre, no podía haber hecho tal cosa u, obviamente, ya no estaría aquí. Lo único que logré recordar de aquella joven era su gran cabellera negra y aquellos ojos color azul intenso que poseía, eso era lo único de su forma física que lograba recordar. No me preocupaba mucho aquello, no me interesaba en lo absoluto, jamás me importó como lucía una persona antes de entrar en su cuerpo.
Su nombre era Lorenine, aquel nombre era muy importante en el cielo, ya que había alguien muy importante para Dios que lo poseía, y por lo tanto, siempre él cuidaba con todo su ser a cada una de las personas que adquirían aquel nombre tan peculiar y especial. Aquella Lorenine tenía una historia muy dolorosa, una de las más intensas que había oído y visto; su vida contaba con un pasado muy tortuoso; sin embargo, ella accedió a mi pedido con la condición de que la ayudara a continuar con su vida. Una vida repleta de amor, amistad y familia. Eso era lo único que la joven deseaba y, por lo tanto, para Dios era muy importante que ese sueño se cumpla, así que sin duda alguna la ayudé a que eso suceda. No obstante, es que yo ya sabía su destino, un destino que no solo perjudicaba a ella, sino a toda su familia. Debo admitir que las cosas que pasaron y pasarán le harían cambiar de opinión, lo que, en realidad, no sería para nada bueno a la hora de llevar a cabo la misión que Dios me había encomendado antes de haberme perdido en la misión de aquella joven.
—Sí. —Fueron sus últimas palabras antes de que yo entrara en su cuerpo.
Luego de unos años, al cumplir mi misión y ayudar a Lorenine dejé el envase en paz y me dirigí al cielo. Con el solo propósito de ir en busca de una nueva misión que me dejaría más convencido de mi verdadero designio en este mundo. Los ángeles del Señor siempre tenían que encontrar un propósito para lograr seguir adelante sin importar nada, era una de las características que poseíamos y todavía tenemos.
Al morir, ella dejó una familia de dos hermosas hijas que se llamaban María y Ángeles. Ellas eran unas hermosas adolescentes y muy buenas personas. María, la hermana mayor, se juntó con uno de nuestros hermanos, un ángel del Señor llamado Germán, el cual era audaz y uno de los mejores en su trabajo, pero las cosas drásticamente cambiaron al llegar la noticia de que se había creado un nefilim. Todos en el cielo sabíamos de quien era esa abominación y fuimos encargados a acabar con esta.
Tenía una misión de vida o muerte, así que me dirigí a La plata, en Buenos Aires, Argentina. Caminé hacia una casa lujosa, con muchos pisos y habitaciones. Al llegar, pude sentir desde afuera la presencia de un nefilim y esa era nuestra misión. Un grupo de ángeles, en los cuales se encontraban Ayra, Miguel, Gabriel y yo debíamos acabar con amenaza. Yo no era un arcángel, pero siempre me encontraba ayudando en lo que podía a ellos, que eran mucho más fuertes que yo.
—¿Cassiel?, ¿está todo listo? —preguntó Gabriel con un tono de voz muy impaciente, se podía observar en sus ojos la tristeza que tenía.
—Todo listo.
Nos acercamos hacia la puerta de la casa con cautela; al golpear la puerta, salió Germán y una mujer, al ver a esta pude observar que se trataba de María, la pequeña hija de Lorenine. Sentí un remordimiento, sabía lo que teníamos que hacer y eso me dolía demasiado.
El precio de procrear un nefilim era muy atroz y tortuoso. Pero, de igual manera, debía llevar a cabo la misión, sin importar lo mucho que conociese a la joven que estaba frente a mí.
—¿Hermanos? —curioseó Germán con una hermosa sonrisa, agarró a María y le comunicó algo a su oído, al oír esta fue dentro de la casa.
—Cassiel, ¿me haces los honores? —preguntó Gabriel.
—Sabes lo que hiciste, no debiste, nunca debiste… —Fruncí el ceño hablando hacia Germán.
—Yo...
—Tú, tú nada. —Miguel sostuvo a Germán de los brazos.
—Yo me haré cargo en persona de la otra situación —dijo Gabriel, mientras se adentró a la casa.
Lo que estábamos haciendo estaba bien, era lo correcto; sin embargo, algo dentro de mí me decía que Germán y María no tenían que morir.
—Corre. —Miré a Germán con una cara de dolor, sabía que María moriría en manos de Gabriel, pero quizás podría salvar a alguien ese día.
—Gracias, Cassiel. —Él comenzó a correr.
Entré a la casa pensando, claramente, cuál sería el final de esta historia. Escuché un fuerte grito, así que me acerqué, y allí pude ver a una niña salir corriendo rápida hacia el bosque.
—¡Gabriel! —exclamé al no poder ver dónde se encontraba este y María—. ¡María! —Respiré de un modo acelerado: mi pulso se elevaba, tenía una arritmia cardíaca, todo esto lo causó al ver que María tenía una espada angelical a punto de ser clavada en el pecho de Gabriel; nada tenía sentido—. Basta... Nadie tiene que morir.
—¿Eso crees, angelito? —indagó esta, acercando mucho más la espada al pecho de este.
—Sí... Nadie tiene que salir herido, vete, María... Ve con tu familia —dije viendo a los ojos a Gabriel, sabiendo que teníamos un plan entre manos, algo que con solo vernos se nos ocurre actuar sin conciencia alguna.
—Ya es tarde... —Contestó María y una lágrima cayó de sus hermosos ojos, haciendo un camino por sus mejillas, y al caer esta al suelo se oyó el sonido retumbar en la frecuencia angelical.
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Editado: 03.09.2022