Era un día… normal. Uno de esos días anodinos en los que esperas que algo asombroso suceda, pero la vida persiste en su monótona rutina. Por mucho que uno se esfuerce, que intente orquestar un cambio, la chispa nunca prende. Y aunque para nosotros, los celestiales, la frustración es menor, es un yugo pesado para los mortales que claman a Dios. Tratábamos, a pesar de todo, de no arruinar los planes que el Padre tenía para esas almas hermosas que elevaban sus plegarias.
Ni una sola nube adornaba el cielo. Un azul marino, más claro que el océano mismo, se extendía vasto e inmaculado. El sol, la estrella más grande que conocemos, estaba en su apogeo, irradiando su esplendor con una fuerza inigualable. Todo parecía perfecto. A la gente, sin embargo, eso no le importaba. Para ellos, era un día cualquiera; seguían con sus vidas cotidianas, y yo observaba sus pasos. Era algo de todos los días, o al menos, eso creía. Los humanos nunca seguían la misma rutina. A veces, cambiaban de recorrido, tomaban una dirección diferente, no solo en su camino, sino también en la vida. Quizás no era lo único, pues también modificaban sus atuendos, esas extrañas coberturas corporales que, por alguna razón, les gustaba exhibir en las calles, compitiendo a veces por la mejor calidad. Muchos cambiaban su peinado: un día con coletas, otro con un gran moño, y a menudo, lo llevaban suelto. Caminaban con personas diferentes; las cosas rara vez eran idénticas. Pero para mis ojos y mi entendimiento, así era.
Abel, uno de los ángeles más cercanos a Dios, rara vez se comunicaba con nosotros, o con cualquier ser, a menos que una razón excepcional lo impusiera. Ese día, él irrumpió en mi existencia, y lo que me dijo me dejó completamente estupefacto.
Abel vestía de un modo inusual para mis ojos, tanto que por un instante pensé que era un mortal más, pero evidentemente, no lo era. Llevaba una camisa a cuadros azul y negra, con un aspecto fascinante para mis hermanos y, sobre todo, para mí; algo en esa camisa me atrajo. Sus pantalones, de una tela tan ajustada que mi mente los asociaba a una segunda piel, eran negros y rasgados en algunas partes. Calzaba unas zapatillas Nike blancas, cuyo inmaculado color, sabíamos, no duraría mucho en la Tierra. Su cabello estaba algo revuelto. Parecía un desastre, pero si lo era, no importaba; él podía arreglarlo con un simple chasquido de dedos. Sin embargo, allí, en su hogar, no le importaba su vestimenta.
Ese día, Abel me informó sobre una misión que Dios me había encomendado. Yo la esperaba con ansias, hacía mucho tiempo que mi Padre no me delegaba una tarea.
Abel me miraba con una dulce sonrisa en su delicado rostro. Era uno de los pocos ángeles capaces de exhibir una sonrisa tan bella y radiante, una sonrisa que lo iluminaba todo. Era el único ángel que sonreía de verdad, con sentimiento.
La mirada de los ángeles no era siempre la misma. La suya, sin embargo, era idéntica a la mía. Muchos poseían colores y miradas que ocultaban demasiado. Yo era diferente; no tenía necesidad de ocultar, al menos, no aún.
—Castiel, Dios tiene una misión para ti. Y como sabes, no puedes rechazarla —me informó con esa gran sonrisa grabada en su rostro.
Su voz era algo áspera, como si tuviera un fuerte dolor de garganta, pero aun así, lograba sonar dulcemente ante mis oídos y los de Dios. Por eso era su mensajero celestial, el único capaz de transmitir un mensaje de nuestro Padre. Muchos ángeles habían traicionado a Dios, pero Abel siempre estuvo a su lado, en todo lo posible y lo imposible, porque para nosotros nada es imposible. Hay límites, pero muy pocos.
—¿De qué se trata? —pregunté con un tono desinteresado, aunque la verdad me encontraba ligeramente nervioso.
Mi voz no delató sentimiento alguno, pues la idea de la situación no me agradaba y esperaba que Abel lo comprendiera.
—Castiel, no debes tener miedo —dijo, haciendo una pequeña pausa—. Dios me pidió que fueras a la Tierra como un ángel guardián. Sabes que asentiste a esa misión, no hay forma de que ahora renuncies a ella. —No entendía por qué me decía aquello. Él sabía con claridad que yo no podría cumplir lo que salía de sus labios y los de Dios.
Entre carcajadas, por fin respondí de un modo sarcástico: —¡Ni lo sueñes! Antes de que digas la tontería de “Soy un ángel, yo no sueño”, quiero que sepas que es una expresión humana, una que oigo muchas veces últimamente. Creo que es algo que está de moda, pero no lo sé… —Eso dije para que él comenzara a entender los modismos humanos de la nueva era.
—Sé que tuviste muchos problemas como ángel guardián. Sé lo que pasó en ese año… sé cómo quedaste después de eso, sé que te dolió demasiado la pérdida —me informó cosas que yo ya sabía, que me desgarraban por dentro.
—Entonces, sabrás que la respuesta es no, y seguirá siendo un no. —Él conocía mis sentimientos respecto a la Tierra y a los humanos, pero aun así, no podía ir. No podía vivir esa experiencia nuevamente.
Me levanté de golpe de la banca en la que me encontraba sentado. No quería decir otra palabra, tampoco quería oír su voz. Al dar media vuelta, Abel tocó mi hombro con su mano derecha. Mi ceño se frunció de inmediato y sentí un ardor. Un ardor que solo una vez había sentido, algo horrible, un picor que fue formando algo sobre mi hombro: esa era la única manera de entrar a la Tierra. Cuando me di cuenta de lo sucedido, ya estaba allí, ya era tarde. Estaba en el lugar donde no quería estar. No quería volver a pisar este suelo.
Al mirar el suelo, el césped mojado, y sentir los aromas de las flores; la fragancia de eucalipto inundó mis fosas nasales, recordándome al instante mi triste pasado. Un vaivén de emociones tan fuertes que no tenía idea de lo que estaba sucediendo, mis horrores y errores, y esa triste cara que en algún momento creí haber olvidado, o al menos eso pensaba, hasta este momento. Pero evidentemente me equivoqué, ya que al llegar, solo pude recordar todos los malos momentos que había vivido aquí… en la Tierra.
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Editado: 20.06.2025