Abel, tras pronunciar las últimas palabras, se transformó en una luz cegadora. Era un torbellino de un blanco poderoso, con destellos azul claro, casi imperceptibles, pero cuya gracia lograba sentir impregnándose en mi ser. Su luz era potente, sí, pero jamás comparable a la gloria de Dios. Mi Padre era el ser celestial más grandioso que cualquier ángel o criatura pudiera contemplar. Él era el Único, el Creador, y había forjado a otros dioses a su semejanza para que los humanos tuvieran fe y propósito. Cada alma podía elegir a quién entregar su devoción, pero al final, siempre le era entregada a Él. Muchos creían que esto era una falacia, pero el pensamiento ajeno no se puede negar, solo mi Padre lo intentó un par de veces, y aquello nunca, jamás, salió como deseaba.
Abel chasqueó sus dedos largos y delgados, y en un instante, se desvaneció. Ya no estaba presente, se había ido al cielo o a donde quiera que su etérea existencia lo llevara; con él, nunca se sabe dónde podría escabullirse. Nosotros, los ángeles, siempre encontrábamos el modo de ocultarnos de los humanos, pero permanecíamos cerca de ellos. Nunca los dejábamos solos. Sé que muchos creen que los abandonamos en sus peores momentos, pero no es así. Siempre estamos allí, de un modo u otro. Son ellos quienes no prestan atención; si lo hicieran, se darían cuenta de nuestra presencia, quizás como un zumbido, una fragancia en el aire, o incluso con una apariencia humana. Jamás los abandonaremos; son y serán la creación más fundamental de Dios.
Decidí emprender el viaje hacia mi nuevo envase, hacia esa persona que me permitiría utilizar su propia carne por el bien común.
Recordé las palabras de Abel antes de desvanecerse: —No eres digno de entrar en un cuerpo sin ser autorizado por el hombre. —Me informaba cosas que ya sabía, como siempre, pero luego agregó, su voz cargada de un matiz inesperado—: Debes usar tu ingenio para que él acepte.
Con claridad, conmemoré que observé a Abel, levantando una de mis cejas, mi impaciencia creciendo. —Muy bien, ¿cuánto tiempo tengo? —Eso sí era algo que realmente no tenía idea.
—Tú lo sabrás, créeme.
Esas palabras no me ayudaron en lo absoluto. Se suponía que sería en ese momento cuando abriría la boca y hablaría sobre lo que realmente importaba.
Aún resonaban en mí esas palabras inútiles; debía encontrar ese cuerpo. Esa alma que me haría todo mucho más fácil y capaz de sanar las situaciones horribles que había vivido aquí, en la Tierra. Era un buen momento para cambiar, para dejar el pasado atrás y comenzar a mirar hacia adelante. Necesitaba hacerlo por mí.
Lentamente me di vuelta y vi a un joven, inmerso en un llanto tan desgarrador que cualquier ángel podría oírlo. No entendía cómo ningún ser celestial venía a auxiliar a este hombre, que rezaba a Dios por su familia, implorando que todo mejorara en su vida y la de sus seres queridos, quienes sufrían tanto. Muchos seres humanos sufren, sufren por todo, y muchas de esas razones carecen de sentido.
Como ningún ángel tomó parte en la situación, decidí que lo mejor sería ayudar. Me acerqué y le dije, mi voz modulada para no abrumarlo: —Joven, Dios atenderá sus plegarias. Por eso estoy aquí. Estoy aquí para compensar todo el mal que le ha sucedido.
—Déjame entrar en tu cuerpo para ayudarte. Después de salvar a tu familia y cumplir mi misión, dejaré tu cuerpo tal como lo encontré. Nada habrá cambiado. Nada diferente.
El joven me miraba asustado, sin decir una sola palabra. Sus ojos azules me observaban fijamente. Claramente, poseía sangre angelical, pues podía ver mi verdadero ser y oírme con claridad, con mi voz real. No dejaba de mirarme, completamente aterrorizado; sentía su miedo. Era joven, parecía de unos treinta y cuatro años. Su cabello negro contrastaba vivamente con esos ojos azules, y su atuendo peculiar, un pantalón negro, una camisa blanca y una gabardina de un tono marrón claro, lo hacía parecer un joven contador.
El joven no dijo nada por unos minutos, hasta que, por fin, sus labios dejaron escapar un susurro: —Acepto. Si puedes ayudarme, lo acepto con mucho gusto.
Yo había prometido que lo ayudaría y cumpliría mi palabra con sumo placer. Lo haría. Sé que así será. Jamás había fallado en mis promesas; no podía dar mi palabra y defraudar.
Luego de eso, me convertí en luz y entré en su cuerpo. Lamentablemente, al poseer un cuerpo, recuerdas toda su vida, todos sus errores y aciertos. Debía acostumbrarme a ser este hombre de ahora en adelante.
Caminé, mi mente enfocada en encontrar mi misión, la orden que Dios me había encomendado. Debía hallarla.
Entonces, la voz de mi Padre resonó en mi mente, profunda y clara: —Hijo mío, debes hallar a Rubby Ebay. Ella será tu misión.
Escuché las palabras de Dios, resonando en mi mente como un eco ineludible, y me dispuse a encontrar a esa joven. No podía perder ni un segundo; el tiempo era un lujo que no poseía. Tenía que hallarla antes de que algo terrible, algo irreparable, ocurriera. Debo confesar que la prisa, la urgencia impuesta sobre mi misión, me causaba una sensación extraña, un zumbido inquietante en cada fibra de mi ser.
Caminé por las vibrantes calles de la ciudad de Villarreal. Una luz potente y alegre bañaba cada rincón, revelando detalles y escenas que jamás había presenciado. A pesar de la apremiante misión, me deleitaba en la novedad, en la intrincada belleza de este mundo. Fue entonces cuando mi atención fue capturada por una pequeña voz que rompió el murmullo de la ciudad.
—¡Papi, papi…! —gritaba una niña.
Era una criatura hermosa, de cabello rubio, largo y ondulado, tan claro como un rayo de sol. Sus pequeños ojos, de un celeste más pálido que el de mi envase actual, brillaban con una inocencia desarmante. Era menuda, delgada, envuelta en un pijama de oso panda gigante que la hacía adorable a los ojos de cualquier mortal. Muchos se detenían, solo para verla y sonreír.
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Editado: 20.06.2025