Ese día, me encontraba deambulando por un parque, cercano al hospital Santojanni. Era un lugar hermoso, perfecto para evadirse y no hacer nada. De pronto, mis ojos se posaron en una joven que me resultó extrañamente familiar. Me acerqué, buscando escuchar su voz, con la vaga esperanza de que despertara algún recuerdo. Su tono me sonaba tan conocido, pero una especie de bloqueo mental me impedía identificarla. Realmente, deseaba saber quién era, pero mi memoria no cooperaba. Esas cosas nunca se me daban con facilidad; desearía poder recordarlo todo.
La mujer parecía realmente joven, quizás de unos treinta años o incluso menos. Su cabello rojizo, de un tono excepcional, era realmente hermoso, brillaba bajo la luz del sol. No lograba ver el color de sus ojos, pero podía imaginar que eran claros. Su piel, de una palidez casi translúcida, dejaba ver sus venas. Quise dejar de mirarla, desviar mi atención a otra cosa, pero era imposible; solo podía verla a ella. Mis ojos estaban pegados a su figura. Desearía no haberla visto, pero ya era demasiado tarde.
La muchacha se acercó a mí con una determinación inquietante y me preguntó:
—¿Castiel? —Al parecer, ella sí me recordaba de algún lugar—. Dile a tu Padre que ya estoy de vuelta. —Se dio media vuelta, chasqueó sus dedos y desapareció sin dejar rastro.
Me quedé sin palabras, congelado. No recordaba quién era ni qué era. No sabía la razón de su acercamiento, solo que ella me conocía de algún modo. Y cuando mencionó a Dios, fue entonces cuando supe que la conocía del Cielo. Esa mujer no podía ser mortal; era un ser poderoso, podía sentirlo en el aire. Muchas veces, deseaba no percibir esas cosas, pero no podía hacer nada para que aquello cambiara; tenía que aceptar que era así.
Al día siguiente, me levanté sin ganas de hacer nada. Solo decidí que quería ejercitarme. Hacía mucho tiempo que no hacía ese tipo de cosas mundanas. No era malo hacerlas, por ese motivo, fui a correr. Era domingo, el sol brillaba con una intensidad deslumbrante; el día era tan hermoso. De repente, aparecí en el Cielo. No entendí qué sucedía. Me dispuse a encontrar a Abel para preguntar qué ocurría. Comencé a caminar en busca de aquel ángel del Señor; lo necesitaba para obtener información. Sabía que Abel era demasiado sabio y que se daría cuenta de que intentaba sonsacarle detalles sobre todo lo que estaba sucediendo.
Seguí caminando hasta que me harté de mantener la calma. Necesitaba encontrarlo, y si no lo hacía, no podría averiguar nada de lo sucedido. Quería saberlo todo, pero sabía que sería imposible indagar en su totalidad.
—¡Abel, ¿dónde estás?! —Comencé a gritar en su búsqueda, que obviamente necesitaba hacer, ya que verdaderamente necesitaba respuestas. Quizás él las poseía; sabía que las tenía.
—Aquí, calla… —Me señaló a la joven que vi en el parque. Ella estaba discutiendo acaloradamente con Dios.
El sonido de su voz dejaba pequeñas imágenes en mi mente, pero no lograba verlas con claridad. Todo lo que conseguía visualizar era una gran nube y, al final, una flor violeta, claramente, un jacarandá. No comprendía lo que estaba viendo en mi mente, pero decidí no prestar mucha atención a aquellas imágenes y concentrarme en la mujer que discutía con mi Padre.
—¿Quién es? —Le pregunté a Abel, con una urgencia palpable. Realmente, necesitaba saber quién era esa mujer de cabello cobrizo y brillante.
—No lo creerás, pero es Tamara.
—¿Tamara? ¿Esa Tamara? —pregunté, refiriéndome a la hermana de Dios.
Me quedé sin decir una palabra, nada salía de mi interior. Sentía miedo, solo lograba formular preguntas que Abel no podía responder. El terror se apoderó de todo mi cuerpo, impidiéndome incluso acercarme a Dios para ayudarlo en lo que pudiera. Pero escuchaba todo; era tan espantoso, tan horripilante. Recuerdo sus palabras con claridad, como si nunca pudiera oír otra cosa más que su voz dentro de mi cabeza.
Mi cabeza comenzaba a crear teorías, tal como lo hacían los mortales. No podía creer todo lo que estaba escuchando; nunca me había planteado que Tamara regresaría de este modo. No podía recordar haberla conocido antes, pero sin duda, ella a mí sí me conocía.
Quería una respuesta concreta de Abel. No creía pedir demasiado, solo quería la verdad, no importaba cuán dolorosa fuera; la necesitaba. Mi hermano no me respondía, no decía nada, solo me miraba esperando algo extraño, algo que yo no podía ver. Sin más preámbulos, simplemente desapareció, dejándome solo.
—Hermanito, mi querido hermano —dijo ella, con una sonrisa falsa de oreja a oreja, mirando a los ojos de Dios—. Tus creyentes, ángeles y todos, todo el mundo… todo lo que amas, cada una de esas cosas —susurró con seguridad, cada palabra una amenaza—, pasarán por mí, por mi furia. —Alzó la mano y desapareció del Cielo en un abrir y cerrar de ojos.
Sin duda, Tamara era una mujer demasiado fuerte y poderosa. No cualquiera le hablaría a Dios de ese modo. Ella no poseía ni una sola pizca de miedo; solo emanaba poder de ella. Tanto poder que yo no podía comprender de dónde lo habría sacado. Sabía que Tamara era la hermana de Dios, pero no esperaba que tuviera tal magnitud de poder.
Estaba allí, inmóvil, observando todo. Recordé que Dios se quedó muy asustado por la amenaza, pero él ya la había enviado al infierno una vez… ¿Por qué no hacerlo nuevamente? Sabía que mi Padre era capaz de volver a hacer lo que había hecho, sabía que tenía que poner toda mi fe en Él.
Al ver que Tamara se fue, me acerqué lo más rápido posible a Él. Temía que le hubiera hecho algo, pero para nuestra suerte no fue así. Dios se encontraba en perfectas condiciones. Al menos, eso era lo que yo veía en ese momento; no sabía lo que Él podría estar pensando, solo esperaba que realmente estuviera bien. No era demasiado lo que estaba pidiendo.
#131 en Paranormal
#45 en Mística
#1085 en Fantasía
#663 en Personajes sobrenaturales
Editado: 20.06.2025