Salí temprano de la escuela. Hacía mucho tiempo que no pasaba algo así; ese día fue aburrido, no pude ver a Castiel. Quería hacerle preguntas, pero me había resultado imposible. Me sentía sola, perdida, mirando la nada misma, así que me puse de pie. Todos se habían marchado, incluso la señora que limpia, la conserje, Lisa, que me miró con el ceño fruncido, esperando que me fuera. Le dediqué una sonrisa, sin decir nada, cargué la mochila y comencé a caminar para salir del edificio escolar.
Fui a tomar el colectivo para ir a mi casa. Ya no soportaba estar por esos rumbos, todo era muy aburrido; las personas pasaban de un lado al otro. Pero mi mirada se focalizó en una extraña joven de cabello rizado y pelirrojo, con un atuendo excepcional. En mi humilde opinión, estaba demasiado elegante para encontrarse en un lugar tan común. La extraña joven estaba hablando sola en un parque, y caminé hacia ella para ver qué le sucedía.
—Discúlpame, ¿estás bien? —Puse mi mano en su hombro, el cual estaba sorprendentemente cálido.
El calor que emanaba de su interior era increíble, no podía creerlo.
No comprendía cómo era posible, nunca había sentido una calidez tan especial. Todo eso era una verdadera locura. No podía hacer mucho para saber sobre la joven; ella no me respondía. Supuse que estaba bien, pero no lo sabía con certeza.
—Sí, estoy bien —me miró y quitó inmediatamente mi mano de su hombro, como si mi tacto la quemara.
Está bien, comprendo. No le agradó que hubiera interferido en su espacio personal. Tampoco me gustaba que personas que no conocía me tocaran. Creo que cualquier persona reaccionaría como esta mujer.
Fui demasiado tonta. No sabía cómo hacer para que la mujer quitara esa cara de enfado, así que busqué algo bonito con la mirada y lo encontré: había un montón de perritos adorables.
—¡Mira qué lindos perritos! —Los señalé con una gran sonrisa que adornaba mi rostro.
—Sí, muy bonitos —Los observó sin darle demasiada importancia, con una indiferencia que me descolocó.
No podía creer la reacción que la mujer había tenido. Cualquier persona hubiera reaccionado con un “¡ahhh!” de ternura. No había algo más bonito que un montón de perritos; eso era lo más tierno que se podía ver en el día.
Aunque, creí que no le gustaban mucho los animalitos, pero aún así, le pregunté, esperando una respuesta de su parte:
—¿Quieres alimentarlos? —Le mostré que tenía algo de comida balanceada para ellos.
Esas ternuritas siempre estaban allí. Me daba lástima no poder hacer nada por ellos. Siempre que podía, hacía un boletín para que las personas se los llevaran a sus casas, pero eran demasiados, y sabía que no podían llevarse a todos. Lamentablemente, sabía que eran perros y, por lo tanto, se reproducían muy rápido.
Esperaba que la mujer me respondiera, pero no lo hacía. Se tomaba su tiempo para pensar con seriedad lo que podría responderme. No tenía idea de lo mucho que ella podría estar pensando. La respuesta era simple, bueno… quizás, ella era una de esas personas que detestaban a los pequeños animalitos y alimentarlos no estaba en su lista de prioridades.
Dejé de ver a la mujer y me enfoqué en los bonitos perritos; estos estaban felices por el alimento que les estaba dando. Los animales son muy agradecidos, mucho más que los seres humanos. Tendríamos que aprender muchas cosas de ellos; son demasiado inteligentes y algunos son más humanos que los propios humanos.
—No, no debería. Yo… —Me miró con su rostro cubierto de una tristeza profunda.
La tristeza que poseía el rostro de esa mujer no tenía nombre. Ni siquiera los perritos tenían aquella tristeza. No sabía lo que esa mujer estaba pasando en esos momentos, pero sin duda, debía encontrar algo que la hiciera feliz, por lo menos, por un par de segundos.
—Lo sé, debes creer que soy muy rara —Miré el cielo buscando una respuesta—. Alimento a los perros de la calle, me parecen muy buenos y amables. —Toqué la cabeza de un perro, sintiendo su suave pelaje.
La joven me miró y sonrió.
La sonrisa que me dejó ver era muy bonita. Sus dientes eran resplandecientes. Toda mi vida quise tener una boca así, pero nunca lo pude lograr.
También miré a la mujer y le sonreí; mis dientes no eran tan perfectos, pero los cuidaba.
—Estos perros son como de mi familia —La miré directamente a los ojos, una confesión íntima—. Mis padres me tratan como si no existiera. Yo creo que ellos me aman a su manera, pero no lo sé. Mi nombre es Rubby —Alcé mi mano en forma de saludo, esperando que ella hiciera lo mismo.
No era una persona muy sociable, pero esa mujer me superaba en introversión.
Rasqué mi nuca, mi ceño se frunció.
—Mi nombre es Tamara —Primero, miró mi mano de una extraña manera, pero luego me dio la suya.
Estaban frías y sus venas se veían, marcadas bajo la piel.
Solté su mano con cuidado y la observé directo a los ojos.
—Un gusto, Tamara.
—Igualmente…
—¿Ya habías visto esta plaza? Es muy bonita, pero no viene mucha gente —comenté con seguridad en mi discurso. No podía decir una tontería.
—No, no estaba presente, hace unos días llegué —me confesó, hizo una mueca con sus labios y me miró—. Tienes razón, he notado que las personas no vienen aquí.
—¿Dónde estabas? —Pregunté, llena de intriga. Solté una risita y negué—. No todas, pero yo estoy aquí y tú también, eso ya es algo.
—Eso ya es algo… —Repitió, sus palabras un eco casi imperceptible.
Su voz era diferente, no sonaba como alguna que ya hubiera escuchado, y eso que había oído muchas voces. Me daba mucha curiosidad saber más de ella, pero no era muy sociable.
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Editado: 20.06.2025