El Cielo, otrora un santuario de paz etérea, ahora vibraba con una tensión palpable que cortaba el aire como una hoja afilada. El presagio ineludible de una guerra inminente se cernía sobre nosotros, sofocando la luz. Cada rincón resonaba con el clangor de las armas invisibles y el susurro desesperado de las plegarias. Dios, con una determinación sombría que apenas ocultaba una profunda desolación, entrenaba a todos los ángeles. Había un ambiente de urgencia que lo cubría todo, un miedo silencioso que se mezclaba con la furia ardiente. Cada uno de nosotros, con la esperanza aferrada a nuestras gracias divinas como náufragos a un madero, anhelaba poner fin a la locura de Tamara, esa plaga ancestral que ya empezaba a cobrar almas inocentes en la Tierra. No era justo. No era justo que ella, por un rencor ancestral que ahora se manifestaba como una furia ciega, quisiera destruir todo por lo que una vez habíamos luchado, por lo que habíamos construido con tanto esmero y devoción. Los ángeles ocupaban cada sector de prácticas, sus auras resplandecientes chocaban en simulacros de combate. Nuestras gracias, ahora mejoradas y afinadas para la batalla, eran capaces de aniquilar demonios con una ferocidad renovada. Éramos verdaderos guerreros, cada uno imbuido de una determinación feroz, pero también de una incertidumbre desgarradora ante el abismo que se abría a nuestros pies.
Mientras tanto, Dios meditaba en su aposento, un lugar que solía irradiar calma y sabiduría, pero que ahora parecía cargado de una pesadez inmensa, casi asfixiante. Desde donde yo estaba, pude observar que sostenía algo parecido a un pergamino en su mano derecha. Su gesto era grave, su mirada perdida en la distancia, como si contuviera siglos de dolor. Quise saber qué contenía aquel objeto, con la vana y desesperada esperanza de que fuera algún mapa, alguna profecía que nos revelara el camino, algo que nos diera la clave para mantener la armonía en el mundo, para detener la catástrofe que se cernía sobre nosotros. Esperaba todo eso, quizás no era pedir demasiado en medio de la inminente destrucción, y en lo más profundo de mi ser, albergaba la suficiente esperanza para creer que, si fuera necesario, sería yo mismo quien detendría a Tamara. El peso de esa posibilidad, la de enfrentarme a la hermana de mi Padre, una deidad tan antigua como el tiempo, me oprimía el pecho con una losa de angustia.
No pude contenerme. La curiosidad, o quizás la desesperación que me carcomía, me impulsó hacia él.
—Disculpe, ¿qué es eso? —pregunté inoportunamente, como era mi costumbre, siempre irrumpiendo en momentos solemnes cuando la vergüenza, por alguna razón, no me consumía por completo.
Una punzada de autocrítica me atravesó al darme cuenta de mi imprudencia.
La mirada de mi Padre se posó en mí, y vi un destello de algo que no pude descifrar: ¿cansancio? ¿tristeza? ¿una sabiduría inmensa que preveía el dolor?
—Castiel, pasa. —Su voz era grave, pero tranquila, un contraste inquietante con el ambiente bélico que nos rodeaba, una calma que me heló los huesos—. Es un pergamino. Esto nos ayudará. Tiene siete sellos. Si se rompen, liberará a cuatro pestes… cuatro jinetes.
Mi sangre se heló al instante. Cuatro jinetes. La profecía, la que habíamos evitado nombrar en voz alta, la que susurraban los ángeles más antiguos con un temor reverencial que erizaba la piel, ahora estaba frente a nosotros, revelada por la voz de Dios mismo. Era el principio del fin, una verdad ineludible.
No quería eso, no quería que se liberaran otras plagas sobre el mundo. Estaba seguro de que ese sería el fin, una aniquilación total. La Tierra, esa creación tan delicada y hermosa por la cual luchábamos con cada fibra de nuestro ser para que siguiera en pie, quedaría destruida por completo, reducida a cenizas, a un mero recuerdo pálido de lo que alguna vez fue vida, color y esperanza. No podía permitir que el fin comenzara y, peor aún, que fuera por nuestra culpa, por las rencillas incomprensibles de los nuestros. No podía ver a los mortales morir por nuestras batallas, por nuestras decisiones divinas. La imagen de sus rostros, tan frágiles y esperanzados, se proyectaba en mi mente, quemándome los ojos.
Los mortales no merecían nada de lo que estaba sucediendo. Ellos no tenían la culpa de una batalla intrafamiliar, de un conflicto entre seres divinos que escapaba a su comprensión, a su propia existencia. Eran seres alejados de todo eso, inocentes en esta contienda celestial, pero serían los que más perderían, los que pagarían el precio más alto con su sufrimiento y sus vidas. No era justo, yo no lo veía justo. Mi corazón de ángel, a pesar de su naturaleza divina, se rebelaba ante tal injusticia con una furia silenciosa.
—¿Será el fin de todo? —Volví a abrir la boca, mi voz esta vez quebrada por una preocupación abrumadora. Mi mente ya imaginaba el horror, la desolación total—. Padre, los mortales no tienen la culpa de nada… ¡Son inocentes! Su sangre no debe derramarse por nuestra causa.
—Claro que sí —respondió con una frialdad que nunca le había escuchado. Su voz era un hielo cortante, desprovista de cualquier calidez o compasión. Una dureza inusual que me heló el alma, dejándome sin aliento—. El primer sello ya fue roto y se acaba de liberar el primer jinete, mejor conocido como “la Guerra”. El hambre y la muerte serán los siguientes.
Las palabras de mi Padre resonaron como una sentencia, como un martillo golpeando un yunque de desesperación. Sabía que los siguientes eran los peores, los más implacables, los que no pensaban en nada más que la destrucción. Ellos no se detenían ante nada, solo hacían lo que les era ordenado por Dios. Todos los ángeles, mis hermanos, se mantenían ajenos a la verdadera realidad que los acontecía, ciegos por la fe ciega. Solo creían en la realidad dictada por mi Padre, en la narrativa que él les presentaba, ignorando el abismo que se abría.
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Editado: 20.06.2025