1) El ángel pecador

Capítulo 11 : "El Génesis”

Me sentía terriblemente solo en este, mi mundo, mi Cielo, mi Reino. Una paradoja amarga para el Creador de todo. No es que estuviera realmente solo; había ángeles y demás seres celestiales a mi lado, sus coros resonaban por las esferas. Pero de igual manera, no era la compañía que yo deseaba, no la que anhelaba en lo más profundo de mi ser. No quería que mis hijos supieran la desolación que me embargaba, pero sabía, con la certeza de un padre, que ellos se daban cuenta. Lo sabían en sus espíritus, aunque no tuvieran los recuerdos exactos, la amargura de mi exilio interior.

Miré la nada que se extendía más allá de las estrellas, pensando con seriedad en todo lo que podría suceder. Una ola de angustia me invadió. No quería que mis humanos, mis preciadas creaciones, murieran, no ahora. Esas personas no tenían que perder la vida por una guerra que ya estaba escrita en el destino, una contienda que yo mismo había, en parte, fraguado.

La vida, en su incomprensible ironía, me sorprendió. No podía creer todo lo que estaba sucediendo, estaba perdido, un capitán a la deriva en su propio océano. Pensaba que era inmortal, que era el todo, la nada, la esencia misma de la existencia, pero no, no soy nada de eso; yo soy el creador, la luz, Dios, sí, pero como todo ser, tengo un fin, una debilidad que me arrastra a la humanidad que tanto me esfuerzo por controlar.

No soy, no era tan diferente a los seres humanos, no tanto como me gustaba creer. Si me ponía a pensar, pensaría que ellos tenían mucha más suerte y esperanza, una resiliencia inquebrantable. Ellos son seres optimistas, maravillosos en su ingenuidad. Un día había estado tres horas visualizando cómo un pequeño mortal construía un castillo con arena en la orilla del mar, una obra efímera. Y yo, con un capricho divino, mandaba una ola para que su frágil construcción se derrumbara. Al niño, eso no le importó ni un ápice; se rio, y con una determinación asombrosa, continuó construyendo miles de veces aquel castillo de arena, sin cesar, sin quejarse. Su espíritu indomable me humilló.

Si yo podía crear a mi imagen y semejanza a los seres humanos, esa chispa de divinidad en su carne, podía crear algo más, algo importante… como la familia. Era mi anhelo más profundo poder sentir emociones humanas, impulsos, la calidez de los lazos, el dolor de la pérdida. Así que un día, tomé algo de valor, un valor que me costó reconocer, y comencé a crear. Lo primero que creé fue un ángel llamado Abel, él era en el que más confiaba, una luz pura en la naciente oscuridad. Luego, con un anhelo de compañía, comencé a crear a mi familia… si es que así podía llamarse, ya que era creada por mí, una extensión de mi propia voluntad.

Creé a mi hermana, Tamara, la creé con mi contraparte, una necesidad de equilibrio, supongo. Ella era la Oscuridad, la sombra necesaria para que la Luz brillara. Le hice creer sucesos y hechos, para que tuviera en su mente una realidad paralela de la situación, una ilusión de su propia historia. Todo lo que ella creía real solo era algo que inventé en su momento, una narrativa de resentimiento que la mantendría en su lugar. Fui un buen escritor en esos días, debería haberme dedicado a eso, a la creación de mundos, de fantasías, y no a la dura realidad del gobierno universal.

Luego creé a mi esposa, ella era una divinidad, una luz para mi soledad, tenía una belleza sin igual, etérea y perfecta. Un día me propuso crear a más seres como Abel y quizás mucho más poderosos, ejércitos celestiales para proteger nuestra creación. Así que me puse a la obra y creé a unos siete arcángeles, cada uno poseía una misión, una misión específica, un propósito inamovible.

El primero fue Miguel, el jefe del ejército celestial, un guerrero formidable, mi mano derecha en la batalla. El segundo fue Gabriel, el mensajero celestial, la voz que llevaría mis palabras a todos los rincones. El tercero fue Rafael, el protector de los viajeros, el sanador, el que curaría las heridas del universo. El cuarto fue Uriel, el encargado de las tierras y de mis templos, el guardián de la creación física. El quinto fue Raquel, el encargado de la justicia, de la imparcialidad y de la armonía, un juez incorruptible. El sexto fue Mariel, el encargado de los espíritus de los hombres que pecan, el recolector de las almas extraviadas. El séptimo fue Ramiel, el encargado de los resucitados, el que traería la vida de nuevo.

Luego creé a los ángeles como Abel, audaces y enviados a la Tierra como guardianes de los seres que aún no había creado. Ariel, Lucas, Castiel e Arya fueron unos de los más importantes en ese suceso, chispas de luz en un lienzo en blanco. Daba gracias por haber creado seres tan importantes, eran perfectos, leales, cada uno un reflejo de mi voluntad.

Muchos de ellos tenían misiones que aún no se realizarían, pero que ya habían vivido en el plano etéreo. Ariel, era el jefe de todos los ángeles y también el mensajero para todos los profetas, el instrumento de la revelación. Arya era el ángel de la muerte, encargado de que el alma humana abandonara el cuerpo. La separación de alma y cuerpo podía hacerse de un modo dulce o más violento, dependiendo del comportamiento que hubiera tenido la persona en vida, un juicio silencioso. Lucas era el encargado de la lluvia y del trueno. Con sus poderes podía controlar el clima, él era capaz de hacer que un ser humano quedara calcinado por un rayo, pero también podía hacer que un muerto volviera a vivir con un choque de sus rayos, un equilibrio entre destrucción y vida.

Castiel, él era el encargado de dar la señal de la llegada del fin, con la «trompeta de la verdad», y de sembrar las almas en sus cuerpos antes de nacer. Tenía un trabajo difícil, pero nunca se quejó. Él aceptaba lo que era y lo que debía hacer, una lealtad inquebrantable que me conmovía.




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