1) El ángel pecador

Capítulo 12 : "¿El dolor o la felicidad?"

Después de tanto tiempo sin ver a Rubby, mi mente, un torbellino de preguntas sin respuesta, decidió emprender el viaje nuevamente. Necesitaba verla, saber cómo estaba, y quizás, encontrar algo, cualquier cosa, que me ayudara con esta misión irracional, esta tarea sin sentido que mi Padre me había encomendado. Al menos, yo no le encontraba sentido alguno en medio del caos que se desataba.

Era el fin del mundo, el Apocalipsis se cernía sobre la humanidad, y yo estaba en la búsqueda de una adolescente. Eso no tenía sentido, nada de todo lo que estaba sucediendo tenía una lógica, un propósito claro. No podía imaginar que mi Padre me había encomendado eso con el simple hecho de dejarme fuera del desastre, de la batalla celestial que devoraba el Cielo. ¿Era yo tan insignificante?

Dios parecía estar seguro de que esta era mi misión, pero ¿en realidad lo sería? ¿Sería una prueba, una tortura, algo para probar mi fe al Señor? Más que esta fe no se podía encontrar, más que esta fe no se podía sostener. Cualquier otro soldado de su ejército hubiera abandonado esta misión a mitad de camino, sucumbiendo a la desesperación. Yo, sin embargo, ya estaba concluyendo mi tarea, o eso pensaba. Literalmente, nunca había imaginado la nueva misión que me esperaba. Así es, aparte de estas misiones sin sentido, Dios me había encomendado otra, una más complicada, pero esta fue una de las más hermosas y difíciles de concretar, una carga que no sabía cómo llevar.

Recordé cada palabra de mi Padre, simples en apariencia, pero tortuosas en su significado. Cada dicho, pronunciado con una paz inquietante, que parecía no ser real en medio de la creciente desesperación. Muy pocas veces recordaba ese momento con tal claridad. Me había encantado ser capaz de hacer algo tan especial, tan íntimo con el Creador. Igualmente, las palabras majestuosas de mi Padre se grabaron en mi memoria, nunca las olvidaría, su eco resonaba en mi alma.

Vino a mí sereno, como una calma antes de la tormenta. Colocó sus manos en mis hombros, su toque, un peso inmenso que me anclaba. Con una voz dulce y delicada, que contrastaba brutalmente con la oscuridad que nos rodeaba, me dijo:

—Castiel, hijo mío, sabes que mis palabras jamás son valoradas, en este momento… en este momento, en este Holocausto, en este infierno… sí, lo sé, utilicé la palabra, la palabra prohibida aquí. Pero es necesario, todo dicho es fin, es necesario… todo esto será recompensado, lo será, lo juro, y sabes que jamás juro por nada, ni nadie, pero llegó la hora… la batalla se está realizando, y para mi desgracia y la de tus hermanos, mis hijos… estamos perdiendo. —dijo él, aún con su tono de voz tranquilo y seguro, una serenidad que era más aterradora que cualquier grito.

Miré sus ojos, cristalizados lentamente, y apenas pude observar una lágrima, una única lágrima divina, cayendo suavemente sobre sus pómulos, sobre sus labios, un dolor inmenso que jamás creí ver en él.

—Lo sabemos —respondí, mi voz un susurro cargado de resignación—. Sabemos lo que sucederá, sabemos que es el fin… sabemos que quizás nadie salga con vida de aquí.

Alzó una ceja sutilmente, una mezcla de sorpresa y curiosidad. No esperaba que le dijera esas palabras, supongo que nadie me creía capaz de hablar de tal modo con mi Padre, con tal franqueza, con tal desesperación. En un momento de mi vida, tampoco lo hubiera creído. Pensaba que era incapaz de hablarle a mi Padre de ese modo, pero me había sorprendido a mí mismo, lo había hecho, y ya no había vuelta atrás. Las palabras, una vez dichas, no se podían recuperar.

Esperé atento, anhelando una respuesta de mi Padre, una guía en la oscuridad. Quería que él me diera valor para continuar, eso era lo que buscaba con aquella charla de ese día cualquiera, un ancla para mi espíritu.

—Ohhh, Castiel, jamás he dicho tal cosa, pero no nos descarrilemos. Lo que yo te vengo a encomendar es dolor, sufrimiento y desesperación. Quiero verte… verte llorar, sentir. Quiero que encuentres felicidad en el dolor, que ayudes en la tragedia, que desenmascares a la muerte.

No esperaba escuchar eso de sus labios, esas palabras crueles y misteriosas. Me mantenía firme en mi pensamiento, quería mantener mi palabra, mi esencia. En ese momento, no era como era ahora; en ese momento, era un ser que no sentía nada, un mero instrumento.

Me mantenía fuerte y capaz, pero era una oveja disfrazada de lobo, un ángel pecador que pensaba que podía hacer lo que le placiera, que mi naturaleza divina me eximía de la vulnerabilidad. Pero en un momento de mi vida, las cosas cambiaron para bien, o al menos, para una nueva y dolorosa comprensión.

Me quedé pensando serio en las palabras de mi Padre, susurros que se clavaban en mi alma. No dije nada, hasta que encontré un motivo, una razón para negarme a su petición.

Lo miré sin comprender, alcé una ceja, fruncí el ceño, mi mente en un laberinto de confusión.

—Pero… ¿cómo haré eso, Padre mío? —pregunté.

Yo no podía sentir, mi esencia no lo permitía, y él justamente quería que yo hiciera algo que no podía. Pensaba que era imposible que un ángel sintiera, que la emoción era una debilidad mortal.

Lo miré a los ojos, mis propios ojos llenos de una pregunta silenciosa, en la espera de una respuesta que me convenciera, que me diera una razón para aceptar el tormento. No podía arriesgarme por cualquier cosa, mi existencia era demasiado valiosa para ser sacrificada sin un propósito claro. Tenía otras misiones, no podía morir, no aún. Por ese motivo, esperaba una muy buena respuesta de mi Padre, una justificación ineludible.




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