Me senté en una banca en el parque, el peso de mi ser más pesado que nunca. Una flor violeta de Jacarandá, un fragmento de belleza efímera, cayó lentamente hacia mi mano, aterrizando suavemente en la palma. Cerré mis ojos, y el tiempo se detuvo, un silencio sepulcral envolviendo el mundo. Observé para todos lados, pero todo estaba detenido, suspendido en el aire, como si el universo hubiera aguantado la respiración. La guerra, la furia celestial y demoníaca, se había tomado su tiempo, todo estaba en una pausa irreal. Yo, el ángel que no sentía, controlaba eso. La flor de ese árbol, una pequeña y delicada creación de mi Padre, era tan poderosa que controlaba el tiempo y todo allí. Una paradoja.
Recordé, como si fuera ayer, el momento de mi propia caída. Comenzaba a caminar herido, la gracia divina drenándose de mí, la sangre escurría de mi rostro lentamente, caía como aquella flor, el sol quemaba mis pupilas con una intensidad insoportable. Caminaba muy lento, cada pisada perforaba algo en mí interior, una herida que no sanaba. Luego de un par de horas de caminar desaforadamente, sin rumbo, la vi. Vi a una joven de cabellos rojizos, su rostro estaba borrado, una nebulosa en mi memoria. Solo podía sentir que aquella persona me quería, una conexión etérea, pero dentro de su ser había dolor, caos, sufrimiento, inquietud y rebosaba odio. Un odio más fuerte que cualquier otro sentimiento en la vida, un odio muy poderoso, un odio que no valía la pena, que carcomía su alma. Así es, era tan fuerte que destruía cualquier otro sentimiento encontrado dentro de sí.
Parpadeé un par de veces, y la realidad regresó con un empujón brutal. Oí el agua de una fuente comenzar a tomar conciencia del tiempo, su murmullo retomando su melodía. Las flores terminaban de caer sobre mi mano, el hechizo se rompía. El mundo comenzaba a girar nuevamente, la guerra reanudaba su curso. Cerré mis ojos con fuerza, buscando alguna respuesta en la oscuridad interior, eso necesitaba, necesitaba saber quién era esa dama a la cual yo, inexplicablemente, quería, y era correspondido. Algo había borrado ese recuerdo, algo poderoso, algo malévolo. No sé bien qué sería capaz de borrar un recuerdo de un ángel, solo mi Padre podría hacerlo, pero ¿qué ganaría Dios borrando el rostro de mi recuerdo? ¿Por qué esta cruel ironía?
Todo esto me estaba volviendo loco, mi mente celestial luchaba contra el caos. Podía recordar cada minúsculo detalle de ese encuentro, cada sensación, cada emoción, pero no quien era esa dama a la cual amaba. Todo eso estaba hecho a propósito, un castigo, una prueba, pero no le encontraba sentido alguno. Muchas de las cosas que estaba viviendo, no tenían sentido alguno. Solamente, había alguien que podría ayudarme, alguien que poseía el poder de la oscuridad, pero pedirle ayuda haría que fuera de nueva cuenta castigado brutalmente, quizás hasta aniquilado. Quizás debía arriesgarme a sufrir esa tortura, esa condena. Había algo que me faltaba, una pieza crucial. Ese rostro, si llegaba a distinguirlo, cambiaría mi vida, cambiaría cada detalle de esta tal y como la conocía. Todo sería diferente, de un modo mejor. Eso es lo que esperaba, que la vida mejore, que esta agonía tuviera un fin. No comprendía lo que estaba sucediendo, pero me mantenía lleno de esperanza; la esperanza era la que me mantenía de pie, el último bastión contra la desesperación.
Caminé hacia un jardín botánico, un lugar de vida y crecimiento, y ahí lo decidí, una determinación férrea se apoderó de mí. Decidí recordar ese rostro, cueste lo que cueste. Busqué lo necesario para hacer un ritual prohibido, un llamado a la oscuridad misma, para que Tamara, la Oscuridad, me ayudara a recordar. Junté lo necesario con manos temblorosas y pronuncié las palabras prohibidas, el conjuro antiguo:
—DETRE FAINA DIS, SOR CHA DI NA MI HOMUS DIS US MI, AYUM A DA. —Mi voz resonó en el silencio del jardín, un eco profano.
Al decir tal ritual, apareció un viento negro, denso y visible, tangible. Era tan visible que parecía ser más una neblina, una masa informe que cubría toda una zona a mi lado, oscureciendo el verde del jardín. Este viento fue formando lentamente su cuerpo, tomando una figura femenina. Era algo muy extraño de visualizar; ya había visto este tipo de cosas en el pasado, la materialización de la esencia, pero no me había imaginado que vería a un ser tan oscuro formarse delante de mí, la personificación del mal.
Tamara acomodó su vestido rojo con ambas manos, un gesto de mundana coquetería en medio de su aura maligna. Se veía suave y grueso al mismo tiempo, una textura imposible. Ese atuendo era hecho con piel humana, los dientes de los leviatanes, las plumas de los ángeles caídos y la sangre de los demonios; todo eso junto formaba el vestido de Tamara, una monstruosidad cosida con el sufrimiento. Aquello era una locura, no quería saber a cuántos habrá matado para conseguir lo necesario, el horror de su existencia me oprimía. Sin dudarlo, se fue acercando a mí, sus pasos silenciosos. Me miraba fijamente, sus ojos, pozos de antigua sabiduría, como si nunca me hubiera visto, pero yo sabía, con una certeza inquebrantable, que ella me había visto antes, que nuestra historia era más antigua de lo que podía recordar.
Estaba seguro de que ella no esperaba que la trajera en un momento como este; ella estaba luchando, desatando su propia furia sobre el mundo. No esperaba que yo traicionara a mi Padre, no en este momento crítico. Creo que yo tampoco lo había pensado hasta que lo hice, hasta que la desesperación me empujó a este acto de sacrilegio.
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Editado: 20.06.2025