1) El ángel pecador

Capítulo 15 : "La amenaza"

Eran las diez de la noche, y la oscuridad se sentía más densa, más opresiva que de costumbre. No podía conciliar el sueño, a pesar de que el mundo exterior parecía sumido en una placidez irreal. Me levanté de la cama, mi cuerpo inquieto, y salí a mi jardín después de intentar, inútilmente, forzar el sueño. Una extraña razón, un presentimiento helado, me lo impedía. Esto no me sucedía desde que era una niña, una memoria tan lejana que parecía ajena. ¿Por qué me volvería a suceder luego de tanto tiempo? No me parecía nada coherente, pero mi mente se negaba a encontrar una explicación. Últimamente, las cosas no estaban del todo bien en mi vida, lo suponía con una vaguedad inquietante, pero muy en el fondo de mi ser, lo sabía con una certeza aterradora.

Quise pensar que todo ocurría por alguna razón superior a nosotros, una fuerza invisible que orquestaba el caos, pero no lo sabía con certeza y temía, con cada fibra de mi ser, tener la razón. Era una niña que no sabía lo que era tener la razón, que no había experimentado el peso de una verdad incómoda. No sabía más de lo que sabía, mi mundo era pequeño, definido por lo tangible. Muchas personas subestiman a los niños, creen que su inocencia es ignorancia, pero no debería de ser así, ya que muchas veces, nosotros sabemos más que un adulto, intuimos verdades que la razón adulta oscurece. Eso es lo que estaba ocurriendo en ese momento, una verdad inminente se cernía sobre mí, pero yo no lo sabía, al menos, no del todo, no con la claridad devastadora que pronto me golpearía.

Me recosté en el césped fresco y húmedo, sintiendo la tierra fría bajo mi espalda, observando el maravilloso azul del cielo, un manto aterciopelado cubierto de hermosas estrellas que titilaban como diamantes y una luna llena que, majestuosa, alumbraba todo el vecindario con una luz fantasmal. Comencé a oír ruidos, susurros en la oscuridad, pero no les di importancia, creyendo, con la ingenuidad de la ignorancia, que era Noha, el perro de la vecina. Cerré mis ojos, sintiendo el viento chocar con mi rostro, una hermosa sensación de libertad, hasta que por un momento, la paz se rompió. Sentí cómo alguien tapó mi boca con un pañuelo, un olor acre, penetrante, a formol, me invadió las fosas nasales, quemándome.

Aquello no me hacía efecto aún, el mundo giraba lentamente, pero era obvio que lo haría muy pronto. El formol lograba eso en cualquier ser humano, paralizando la voluntad, nublando la conciencia. Era imposible ser inmune a eso, al menos, eso era lo que yo pensaba en su momento. Cosas que pensaba, convicciones que pronto se harían pedazos. No podía negar aquello, mi cuerpo comenzaba a ceder.

¡AYUDA! —Comencé a gritar, mi voz ahogada por la tela, mi corazón latiendo con desesperación, esperando que alguien me ayudara, que una mano amiga me rescatara de la oscuridad.

—Lo siento mucho —Sonrió una voz desconocida, fría y cruel, y en un instante, un golpe seco me impactó en la nariz, un estallido de dolor que me sumió en la inconsciencia.

Me hundí en la oscuridad del sueño, pero aún podía sentir el dolor, una punzada constante producida por el golpe. Estaba en algún lugar extraño, aunque no sabía dónde, ya que todavía no podía abrir mis ojos, el formol y el impacto me tenían prisionera. El formol hizo efecto, finalmente, pero el golpe me había dejado en shock, en un estado de limbo entre el dolor y la nada. Había sido el golpe más fuerte que me habían dado hasta ese instante, un despertar brutal a una realidad desconocida.

Desperté en una limusina, mi cuerpo recostado sobre un asiento de cuero frío. Traté de sentarme, la cabeza me daba vueltas, así podría visualizar mejor por la ventanilla. Quizás sabría la localización con tan solo ver alguna referencia del lugar, un atisbo de familiaridad en medio de la pesadilla. Esperaba que así fuera, que una luz se abriera en la oscuridad.

—¡AYUDA! —Grité, mi voz ronca, apenas un susurro, mientras miraba desesperadamente por la ventanilla, buscando un rostro, una señal de esperanza.

—Aún no, mi vida —La misma voz fría y cruel, y de nuevo, el golpe, la oscuridad que me reclamaba.

Luego de unas horas, que se sintieron como una eternidad de tormento, desperté atada a un sofá con sogas que se clavaban en mi piel, con una sustancia que me quemaba, un ácido invisible que corría por mis venas. Se podían ver mis venas hinchadas, pulsando bajo la piel; la sangre no dejaba de escurrir de mis heridas, un hilo carmesí. Había más personas, figuras indistintas en la penumbra, pero estas solo me miraban con desprecio y asco, sus ojos llenos de un odio inexplicable. No podía comprender por qué tal atrocidad hacia mi ser, ¿qué había hecho para merecer esto? ¿Por qué esta tortura sin sentido?

Necesitaba salir con vida, mi voluntad se aferraba a la supervivencia, yo quería vivir, respirar un día más. Quería mantenerme a salvo, lejos de la muerte que me acechaba. Creo que era muy diferente a muchas personas, algunas personas, consumidas por el dolor, querían morir, anhelaban el fin, y yo estaba luchando, con cada fibra de mi ser, para seguir viva, para aferrarme a la luz. No comprendía la razón por la cual Dios, nuestro Padre celestial, dejaba que esas cosas pasaran. Matar a seres que querían vivir, que se aferraban a la vida, y no a los que deseaban morir, a los que anhelaban la liberación. La injusticia me quemaba.

—Por favor, ya basta —Supliqué, mi voz desgarrada, tratando de moverme como pude, pero las sogas me aprisionaban, la sustancia me quemaba, una agonía constante.

—Es inútil, linda, si te mueves más morirás. —Sonrió, una sonrisa cruel que me heló la sangre, y sus ojos se volvieron rojos, un fulgor infernal que me reveló la verdad de su naturaleza.




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