Dios
Caminé herido por una carretera solitaria, el polvo levantándose con cada paso incierto. La gracia, mi esencia divina, se sentía drenada, como si un torrente vital me abandonara. No sabía hacia dónde seguir el rumbo, el camino se desdibujaba ante mis ojos, una niebla densa de desesperación. Finalmente, caí de rodillas en el asfalto agrietado, el impacto resonando en mi cuerpo, una humillación palpable. Levanté la mirada, y lo que vi me heló el alma: todas mis creaciones, los humanos, con sus ojos rojos, un carmesí infernal que reflejaba la posesión. De pronto, una sombra se abrió camino entre la multitud poseída, una nube negra que danzaba con malevolencia, y de ella emergió Tamara, mi hermana, la Oscuridad misma. Se acercó a mí, sus pasos silenciosos, y tomó mi mentón con una frialdad que me atravesó. No me agradó aquel momento, la familiaridad de su toque, el recordatorio de un pasado que me atormentaba.
La observé a los ojos, esos abismos negros que contenían la nada y el todo, pero era yo quien se sentía débil, insignificante, tonto. Cuando la miraba a ella, podía notar la fuerza que emanaba de su ser, una potencia primordial que me superaba. No soportaba ser el débil, ser uno menos que ella. Así me sentía, una nada frente a su poder, una partícula de polvo ante una galaxia.
No estaba asustado, mi esencia divina no conocía el miedo en su forma más pura, pero me mantenía firme de pensamiento, mi mente un bastión inquebrantable. De ese modo, no iba a romper con mis acciones, con el plan que había tejido a través de las eras, y mucho menos con lo que mi mente podía crear, con los destinos que trazaba. Mi hermana estaba allí por mí, para confrontarme, y si yo lo deseaba, si mi voluntad lo dictaba, podía acabar con ella, podía desterrarla de la existencia. Pero eso significaba acabar conmigo mismo, extirpar una parte de mi propia esencia, una verdad que ambos conocíamos.
Esperé que ella hablara, ya que estaba allí por eso, para escuchar sus palabras de resentimiento, su furia acumulada. Estaba dando la cara para que ella se abriera conmigo y pudiera expresar todo lo que le ocurría, los siglos de dolor que la consumían. Ella no lo sabía, en su infinita arrogancia, pero yo siempre iba un paso adelantado que los demás, mi visión abarcaba el tiempo y el espacio.
Las cosas pasan por algo, mi existencia misma era la prueba de ello, yo sé que nada sucede por cualquier cosa, por azar; muchas veces, soy yo quien envía aquellas cosas, quien teje los hilos del destino. Me agradaba hacer todo lo posible para sorprender a los seres humanos, ver cómo sus vidas se entrelazaban con mis designios. Esta vez, esperé con ansias que mi hermana se diera cuenta de todo lo que podría hacer, del poder que tenía para alterar su propio destino, porque yo no iba a decirle nada al respecto. Su propio camino debía ser descubierto, no impuesto.
—¿Te gusta lo que ves, hermano? —Alzó una ceja, una sonrisa cruel se dibujó en sus labios, una burla a mi agonía.
Su rostro me dejaba en claro que ella quería verme sufrir, que su único propósito era mi tormento, y no le importaba las vidas que les hacía perder a los seres humanos, las almas inocentes que arrastraba a su oscuridad. Ella tenía ese único propósito, y no acabaría hasta que Tamara me viera sufrir, hasta que mi dolor fuera tan grande como el suyo.
Hice que me suelte, no con fuerza, sino con una suave repulsión, ya que el contacto físico no era mucho de mi agrado, no con ella, no con esa mancha en mi creación. Esas cosas las implementé para y exclusivamente para los humanos, para sus conexiones efímeras. Muchos de mis hijos, los ángeles, habían ignorado aquellas reglas, habían sucumbido a los placeres terrenales, y por ello, siempre tenía que recordárselo, tenía que imponer el orden.
—Lo entiendo, ya me tienes aquí… solo hazlo, pero deja a los humanos en paz. —Se lo pedí como último favor, mi voz resonando con una autoridad que se sentía extraña en ese momento de debilidad.
Esperaba que ella lo asimilara, que su mente nublada por el resentimiento pudiera comprender, ya que no pedía mucho, no pedía nada para mí. Lo que estaba pidiendo era algo simple y capaz, la salvación de mis creaciones. Pero esperaba que ella se diera cuenta de sus errores, de la devastación que estaba causando. Era una esperanza vana, lo sabía en lo más profundo de mi ser.
—Hermanito, no lo entiendes, ¿verdad? —Sonrió ampliamente, una sonrisa macabra que distorsionaba sus rasgos.
Sus dientes resplandecientes, afilados como dagas, iluminaron mi rostro, un recordatorio de su crueldad.
—Si te matara, yo también moriría, pero valdrá la pena, vos me hiciste hacer esto. —Su acusación fue un golpe, una mentira que me hirió más que cualquier ataque físico.
Yo nunca la había obligado a hacer nada. No me veía capaz de hacer algo como obligar a alguien, de manipular su libre albedrío. Nunca hubiera podido hacer tal cosa, mi esencia se oponía a la coerción. De muy pocas cosas estaba seguro en mi vasto conocimiento, pero como tal, el obligar a alguien me era imposible, repugnante.
—¿Yo? Yo no hago que nadie haga nada, tú sola lo hiciste… pero no lo recuerdas. —Mis palabras eran la verdad, pero para ella, solo un susurro en su tormento.
Siempre que hablé, dejé que ella respondiera luego, quería saber lo que pensaba al respecto, quería entender la profundidad de su dolor, de su resentimiento.
—Sí, sí, tú solo ayudas, ¿verdad? —Sonrió irónica, su voz llena de desdén, su mirada, un pozo de amargura.
—Ya está, aquí me tienes ¿qué esperas? —Me levanté del suelo como pude, mi cuerpo, aunque dolorido, recuperando su postura, mi dignidad, un último acto de resistencia.
—Solo esto —Sonrió ampliamente, su rostro iluminado por una luz maligna.
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Editado: 20.06.2025