1) El ángel pecador

Capítulo 19: "El recuerdo que jamás olvidare"

Siempre iniciaba mis narraciones con una acción contundente, una escena que arrastrara al lector al corazón del drama. Pero en ese instante, no podía. El fin estaba llegando, no como una ráfaga, sino como un lento y agónico crepúsculo. Ya teníamos las respuestas a algunas interrogantes, verdades que se habían revelado con un doloroso peso. Eso, en teoría, facilitaba saber el fin, traía una falsa claridad a la inminente aniquilación. Pero, ¿hay realmente un fin? ¿Tiene un verdadero final la existencia, el universo, la propia vida? Creo que ya sabemos que todo tiene un fin en la vida, hasta esta misma. Pero, ¿la muerte tiene fin? Claro, es la vida, su antítesis, su opuesto, su límite. Lo mismo sucedía entre Dios y Tamara, mi Padre y la Oscuridad. Uno es el fin del otro; si estos se terminan, si su eterna danza se detiene, todo termina con ellos, el universo se desgarra.

Deseaba acabar con otra interrogante, una que me carcomía desde hacía mucho tiempo, una espina clavada en mi propia esencia: ¿Cuál es el rostro borrado? ¿Qué recuerdo fue arrancado de mi mente, dejándome un vacío tan insoportable?

Para encontrar esa respuesta, para desentrañar el misterio, debía empezar donde todo comenzó, donde los hilos del destino se tejieron por primera vez. Nos remontaríamos muy atrás, al principio de esta historia, a la génesis de nuestro conflicto. Quizás ese, el Jardín de la Creación, sea el fin donde todo empezó, donde todo acabará, cerrando un círculo de dolor. El Jardín de la Creación y ahora del pecado, ese lugar tan sagrado y profanado, en la Tierra es un simple parque cerca de un hospital, un rincón mundano oculto a la vista. Y yo, Castiel, lo tenía, lo sabía, detrás de una puerta, la misma puerta que me había revelado la profecía, la misma puerta que prometía respuestas, o quizás, solo más dolor.

Llovía demasiado, el cielo lloraba lágrimas grises que empapaban la tierra. Todo estaba inundado, las calles convertidas en ríos turbios que reflejaban la desolación. Caminé hasta una banca solitaria bajo un hermoso árbol, su follaje, un escudo precario contra la tormenta. Tomé asiento junto a una joven que sollozaba, sus hombros sacudidos por un dolor silencioso. La miré, sus ojos, un mar de tristeza. Me miró, una chispa de sorpresa asomando en su mirada vidriosa. Nos miramos mutuamente, una conexión tácita en medio de la tormenta.

—¿Todo está bien? —Apoyé mi mano en su hombro, una ofrenda de consuelo que esperaba pudiera aceptar.

Secó sus lágrimas con el dorso de la mano, un gesto brusco, y respondió, su voz apenas un susurro que luchaba contra el rugido de la lluvia.

—Sí, solo… —Negó con la cabeza tan solo una vez, una negación que no ocultaba la verdad de su agonía—. Yo veo este lugar y ya no veo a mi hermano.

Una punzada de empatía, una emoción tan humana, me atravesó.

—Todos hemos perdido algo. —Sonreí, una mueca forzada, pues la pérdida era una constante en mi propia existencia—. Lo siento.

—No, no lo perdí. —Sonrió, una sonrisa triste que no llegaba a sus ojos—. Bueno, no murió. Solo se hartó de mí.

Mi respuesta había sonado de un modo diferente del que me imaginé dentro de mi cabeza, quizás con una inflexibilidad angelical, pero ya era demasiado tarde para cambiar lo dicho.

—No es posible, eres su hermana.

La pregunta me dejó en un aprieto, una situación incómoda para mi lógica celestial.

—¿Y qué por eso no se puede hartar?

Decidí lo que debía responder, buscando la verdad en mi propia comprensión de los lazos familiares, aunque fueran divinos.

—No podría, es difícil, aunque es muy complicado para aclarar, obviamente, no sé la situación. —Negué con la cabeza tan solo una vez, un reconocimiento de mi ignorancia en asuntos tan humanos.

—Bueno, tú argumento es… súper, me ayuda mucho. —Hizo una mueca, una clara expresión de sarcasmo que, para mi sorpresa, me resultó familiar.

—¿Usas sarcasmo conmigo? —Alcé una ceja, la curiosidad superando mi desconcierto.

—¿Acaso no puedo? —Sonrió, una chispa de picardía en sus ojos—. ¿Quién eres tú?

—Soy Castiel, un ángel del Señor —Hablé de un modo obvio, casi ingenuo, la verdad mi única arma.

Soltó una carcajada, un sonido amargo que resonó en la lluvia.

—Sí, bueno… no deberías presumirlo así.

—¿Por qué?, es un honor. —Sonreí, mi inocencia inquebrantable ante su cinismo.

—Sí, entonces, debo culparte a ti y para mí no lo es, solo eres un perrito de mi hermano. —Sus palabras me golpearon, una verdad cruda que contenía un dolor más profundo de lo que entendía.

—¿A mí? Yo… ¿qué hice? —Negué con la cabeza, el desconcierto transformándose en una punzada de culpa. Me agaché, una sumisión casi instintiva—. Tamara, es un gusto conocerte. —Sonreí amplio, una revelación que esperaba la desarmara.

Sonrió, una luz de sorpresa en sus ojos, pero la crueldad no se desvaneció del todo.

—Okay… no te culparé a ti.

—Bueno, supongo que debo agradecer. —Dije, una extraña sensación de alivio me invadió.

—Sí, eso deberías. —Sonrió, su voz teñida de una ironía mordaz.

—Mmm… Gracias.

—De nada… ahora sí ¿Dónde está mi hermano? —Alzó una ceja, la curiosidad de nuevo en su voz, pero esta vez, con una amenaza velada.




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