1. Hadassah: De Huérfana a Reina

Capítulo 1: Luz entre las Ruinas.

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La plaga, una enfermedad implacable y silenciosa, se había llevado todo en pocas semanas. Primero, la voz dulce de su madre, Hara, un canto ancestral que arrullaba las noches con melodías antiguas y promesas de consuelo.

Luego, el abrazo cálido y protector de su padre, Joel, un muro de seguridad que siempre prometía mantenerla a salvo de todo mal.

Cuando ellos partieron, uno tras otro, dejando un vacío inmenso, Hadassah quedó sola. Completamente sola, en un mundo vasto y cruel que no mostraba piedad a los desamparados, y mucho menos si eran extranjeros.

Sus ojos, antes brillantes como el sol de la mañana filtrándose entre las hojas, ahora reflejaban el polvo y la desolación de las calles laberínticas de Susa, la gran capital del imperio persa.

Ella era apenas un susurro entre la multitud indiferente, una sombra esquelética de lo que fue, una niña sin hogar ni refugio. Deambulaba entre las sombras de los edificios imponentes, cubierta por harapos que no protegían ni del frío cortante de la noche ni del desprecio glacial de las miradas.

El hambre era una punzada constante; el miedo, una compañía inquebrantable.

Fue entonces que la noticia, un murmullo apenas audible en los bazares, llegó a los oídos de Mardoqueo, un exiliado judío, funcionario menor en la corte real, pero de corazón justo:

—Hay una niña, huérfana y desamparada, que vagaba sola cerca del mercado, entre los mendigos. Dicen que es judía, de nuestro pueblo, y que sus padres, Hara y Joel, murieron de la fiebre hace poco. Nadie la reclama ni se atreve a acercarse por miedo al contagio.

Al escuchar los nombres de los padres y la mención de su pueblo, un destello de reconocimiento cruzó la mente de Mardoqueo.

Hara y Joel… sí, los recordaba. Eran de su misma tribu, parientes lejanos que habían llegado al exilio en Persia décadas atrás, valientes y de fe inquebrantable.

Una punzada de dolor y un deber ancestral lo impulsaron.

Sin dudarlo un instante, Mardoqueo dejó lo que hacía, su trabajo en la puerta del palacio, y partió con urgencia hacia las callejuelas más pobres y olvidadas de Susa.

La encontró allí, acurrucada y escondida tras un muro derruido, temblando de frío, de miedo y famélica, con los ojos hundidos y la mirada perdida.

—No temas, pequeña alma —susurró Mardoqueo, su voz grave y suave, mientras extendía una mano limpia y fuerte—. Yo soy Mardoqueo, y no estás sola. Eres de nuestro pueblo, ¿verdad? Conozco a tus padres. Te llevaré a un lugar donde estarás segura, donde el hambre no te aceche ni la noche te muerda.

Y justo cuando parecía que nadie la vería, cuando sus fuerzas comenzaban a flaquear... una voz pronunció su nombre.

Con esos ojos grandes y asombrados, que apenas podían creer en la repentina aparición de la esperanza, Hadassah alzó la vista.

Dudó un instante, el instinto de supervivencia dictándole cautela, pero la bondad genuina en el rostro de aquel hombre y la mención de sus padres la impulsaron.

Lentamente, extendió su pequeña mano sucia y famélica, y tomó la mano que le ofrecían.

En ese simple gesto, inició su verdadera historia: no en el corazón de un imperio despiadado, sino en el umbral de una nueva esperanza.

Mardoqueo llevó a Hadassah a su modesta casa en el corazón del barrio judío de Susa, un refugio sencillo pero lleno de calidez, con fragancias de especias y una esperanza tibia que se respiraba en cada rincón.

Allí, lejos de las despiadadas calles, la niña comenzó a encontrar paz entre paredes que la protegían y manos amorosas que la cuidaban con devoción, asumiendo él el rol de padre y protector.

Día tras día, con paciencia y una dedicación infinita, Mardoqueo le enseñó a leer y escribir, descifrando los rollos sagrados y los documentos de la corte.

Le inculcó las tradiciones de su pueblo, las leyes de su fe, y le susurró las historias antiguas que mantenían viva la memoria, el orgullo y la identidad en los corazones de los exiliados.

Le habló de la grandeza de sus antepasados, de los reyes y profetas de Israel, y del valor incalculable que tenía su linaje, aunque ahora estuviera oculto y disperso en tierras extrañas.

—Eres fuerte, Hadassah, más de lo que crees —le decía Mardoqueo, su mirada llena de cariño, mientras le guiaba la mano sobre las letras hebreas—. No olvides nunca quién eres, ni de dónde vienes. Tu nombre significa Mirto, una flor hermosa que florece incluso en el desierto. Así eres tú. Una luz en la oscuridad.

Con una paciencia infinita, le enseñó a caminar con dignidad, a levantar la barbilla, a no temer al mundo que antes la había rechazado.

La vio crecer, día a día, más sana, más segura, más firme.

La niña que había sido despojada de todo comenzaba ahora a brillar con una luz silenciosa, aunque nadie —ni siquiera Mardoqueo, en sus sueños más audaces— podía imaginar aún el destino extraordinario que le aguardaba.

Mardoqueo se convirtió en su protector, su maestro y su familia: el ancla de su existencia.

Y Hadassah, agradecida y fortalecida por su amor, juró en silencio que jamás permitiría que su historia terminara en el olvido.

Su vida, desde ese momento, sería un testimonio.

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