1. Hadassah: De Huérfana a Reina

Capítulo 2: El Palacio y la Corona Vacía.

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Las calles de Susa, la imponente capital del Imperio Persa, se llenaban cada mañana con la sinfonía de la vida: el bullicio de las voces, el repiqueteo de los martillos de los artesanos, el aroma embriagador de las especias exóticas y los colores vibrantes de los tejidos que adornaban los puestos del mercado.

Hadassah, que ahora se presentaba como Ester —un nombre persa para ocultar su identidad judía, tal como Mardoqueo le había aconsejado—, solía caminar entre aquellos puestos, observando el ir y venir de la gente, admirando los brillantes tejidos de seda, las joyas de oro labrado con filigranas delicadas, las jarras de cerámica vidriada que reflejaban el sol.

Aunque su hogar estaba en una zona humilde, al otro lado del río, en el barrio judío, ella caminaba con la gracia natural de quien, sin saberlo aún, estaba destinada a algo mucho más grande que la vida de una huérfana.

En casa, atendía con dedicación las tareas del día, asumiéndolas con una serenidad que superaba su juventud. Cuidaba con amor a su primo Mardoqueo, su único familiar vivo, quien la había criado como a una hija tras la muerte de sus padres.

Él la observaba en silencio mientras ella barría el suelo de barro, cocinaba modestos guisos o compartía el pan con los vecinos necesitados. A cada gesto suyo, a cada acto de bondad de Ester, Mardoqueo sentía crecer el orgullo en su pecho, un orgullo mezclado con profunda gratitud.

Ester no solo se estaba convirtiendo en una joven de belleza innegable, de rostro dulce y facciones armoniosas, con una figura delicada que apenas comenzaba a florecer… también poseía algo más valioso y raro: una humildad genuina y una sabiduría innata que la hacían ver más allá de las apariencias.

Pero incluso él, Mardoqueo, con su fe firme en el Dios de Israel y su confianza en el destino, no podía evitar preocuparse. ¿Qué futuro le aguardaba a una joven tan hermosa y virtuosa en una tierra extranjera, bajo el yugo de un imperio pagano?

Sabía, por experiencia en la corte, que la belleza, sin carácter y sin protección, era a menudo una trampa disfrazada, una maldición.

Y el mundo de los poderosos, especialmente en la corte persa, no era misericordioso con las muchachas hermosas y vulnerables. Sabía que la inocencia podía ser devorada en un instante.

Una mañana, el murmullo de los rumores estalló como fuego entre la gente, propagándose con la rapidez de la pólvora, de boca en boca, por cada rincón de Susa.

—¿Oíste lo de la reina Vasti? ¡Es escandaloso! —decía un mercader a otro, con los ojos muy abiertos.

—¡Qué vergüenza! ¡Desobedecer al rey en pleno banquete, frente a todos los príncipes! —respondía una mujer, negando con la cabeza.

—Dicen que la destituyeron… que no volverá a pisar el palacio. ¡El trono está vacío! —susurraba un tendero, con voz grave.

Los susurros iban y venían, cada uno añadiendo un nuevo detalle al escándalo. La historia era tan extraña como escandalosa, tan inaudita, que muchos no podían creerla del todo.

Sin embargo, todo había comenzado unas semanas antes, durante un banquete real de proporciones colosales en el corazón del imperio persa.

El rey Asuero, un monarca de poder inmenso, que gobernaba 127 provincias desde la lejana India hasta la mística Etiopía, había organizado una celebración fastuosa en su flamante palacio de Susa.

Durante 180 días interminables, mostró a príncipes, nobles, gobernadores y oficiales del ejército la inmensurable riqueza de su reino y la magnificencia de su propia gloria, una exhibición deslumbrante de poder.

El jardín del palacio brillaba como un sueño, un paraíso terrenal: cortinas de lino blanco, telas de azul celeste y púrpura colgaban de anillas de plata, atadas con cuerdas de lino fino y púrpura a columnas de mármol impoluto. El suelo, cubierto de mosaicos de pórfido rojo, nácar iridiscente y mármol negro pulido, hacía eco bajo los pasos de los miles de invitados.

El vino fluía sin cesar en copas de oro, todas diferentes entre sí, verdaderas obras de arte. Y a nadie se le prohibía beber más de lo que quisiera, un detalle que reflejaba la supuesta generosidad del rey. Era la máxima expresión del poder y la opulencia del imperio persa, un espectáculo sin igual.

En ese mismo tiempo, mientras Asuero deslumbraba a sus invitados masculinos, la reina Vasti ofrecía otro banquete en el interior del palacio, en los aposentos reales, solo para las mujeres nobles.

Al séptimo día de esta última fiesta, cuando el corazón del rey Asuero ya estaba "alegre" por el vino, su orgullo fue más fuerte que la razón y la prudencia. Entre risas, brindis y copas alzadas, alardeó ante los presentes sobre la incomparable belleza de su esposa, Vasti, describiéndola como la joya más preciada de su corona.

—¡Que venga Vasti! —ordenó con un chasquido de dedos, su voz resonando en el gran salón—. ¡Quiero que todos, desde el más humilde general hasta el más poderoso sátrapa, vean la joya más hermosa de mi reino! ¡Que se presente con su corona real, para que su belleza sea la envidia de todas las cortes!

Envió a siete de sus funcionarios personales, los que servían en su presencia: Mehumán, Biztá, Harboná, Bigtá, Abagtá, Zetar y Carcas, para traerla.

Les ordenó explícitamente que viniera con su corona real, deslumbrante, como una exhibición de su poder. Pero cuando los enviados regresaron, no traían a la reina, sino un mensaje inesperado que heló la sangre de los presentes.

—Mi señor… —dijo uno de ellos con cautela, arrodillándose ante el trono, la voz apenas un susurro—. La reina… no vendrá. Ha rechazado vuestra orden, Majestad.

El vasto salón quedó en un silencio sepulcral. Las copas dejaron de chocar, y todas las miradas se dirigieron al rey.

El rostro de Asuero, ya enrojecido por la ira y el exceso de vino, se tensó, una vena palpitando en su sien. Sus ojos, antes alegres, se nublaron con furia.




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