1. Hadassah: De Huérfana a Reina

Capítulo 3: El llamado del palacio.

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El pregonero real, con una voz que no admitía réplica, declaró en la plaza principal de Susa:

—¡Atención, pueblo de Susa! ¡Por decreto de Su Majestad, el Gran Rey Asuero, se ha decidido que se busquen vírgenes jóvenes y hermosas en todas las provincias del reino! Que se nombren delegados en cada ciudad, y que toda joven bella y sin compromiso sea llevada al castillo de Susa, a la casa de las mujeres. Allí quedarán bajo el cuidado y la supervisión de Hegai, el eunuco del rey, guardián de las concubinas, y recibirán los tratamientos de belleza requeridos para presentarse ante Su Majestad. ¡El rey elegirá a su nueva reina entre ellas!

El decreto, impreso en rollos de pergamino con el sello real, fue enviado como un relámpago por todo el vasto imperio.

Hombres a caballo, con la insignia real en el pecho, galopaban de ciudad en ciudad. Leían el edicto en plazas públicas atestadas de gente, pegaban los rollos en las puertas de los mercados, y golpeaban con autoridad en cada hogar, sin importar su tamaño o riqueza.

Nadie —ni rico ni pobre, ni persa ni extranjero, ni noble ni plebeyo— podía desobedecer. Era una orden directa del rey, y la desobediencia se pagaba con la vida.

En una de esas calles polvorientas de Susa, en el humilde barrio judío, el sonido del anuncio retumbó como un trueno.

Mardoqueo, que acababa de regresar de su trabajo en la puerta del palacio, palideció al escucharlo. Las palabras se clavaron en su corazón como dagas de hielo. Su corazón se contrajo con un miedo gélido que le heló la sangre en las venas.

—¡Dios de nuestros padres, ayúdanos! —susurró, apoyándose tembloroso contra el marco de la puerta de su casa, con la mirada fija en la nada, en un futuro incierto—. ¡Ester!

Entró corriendo a la casa, el pánico grabado en cada línea de su rostro, sus manos temblorosas.

Su sobrina, ajena al peligro que se cernía sobre ella, estaba a punto de salir a comprar los alimentos del día, una canasta de mimbre en su brazo.

—¡Ester! —exclamó, con voz urgente que apenas podía contener el temblor—. ¡No puedes salir! ¡Quédate dentro, por favor! ¡Cierra la puerta!

Ella lo miró sorprendida, sus ojos grandes y curiosos como lunas llenas que reflejaban la confusión. La rara expresión en el rostro de su tío la alarmó al instante.

—¿Qué sucede, tío? —preguntó, la preocupación creciendo al ver el semblante descompuesto de su protector, el hombre que jamás mostraba miedo—. ¿Te sientes mal? ¿Ha pasado algo en el palacio?

Mardoqueo se acercó y tomó sus manos con una firmeza inusual, casi dolorosa, sus dedos apretando los suyos.

—No, hija. Peor que eso. El rey ha decretado que todas las jóvenes hermosas sean llevadas al palacio. No están pidiendo… están tomando. Irán de casa en casa, sin excepción, buscando a cada joven para llevarla al harén.

—¿Llevar…? ¿Al palacio? —Ester retrocedió un paso, su rostro perdiendo el color. El pánico brillaba ahora en sus propios ojos, una sombra de terror—. ¿Quieres decir que… que vendrán por mí? ¿Por qué por mí?

—Es muy probable, hija mía. Eres hermosa, Ester… más de lo que tú misma imaginas, y tu belleza es pura y evidente para cualquiera que te mire. Y los guardias no dejarán una sola casa sin revisar. Nuestros vecinos, incluso los persas que te aprecian, lo saben. Te han visto y, sin querer, podrían haberte mencionado.

Ella tragó saliva con dificultad, la garganta reseca. Sus manos temblaban incontrolablemente, y su pequeña canasta se deslizó al suelo. El mundo que conocía se desmoronaba ante sus ojos.

—Pero… ¿qué haremos, tío? —su voz era un hilo, apenas un susurro desesperado—. Yo no quiero ir. Ese no es mi mundo. No pertenezco a ese lugar de lujos y extraños. Mi lugar está aquí, contigo, en nuestro hogar sencillo, en nuestro pueblo.

—Lo sé, hija. Y mi corazón se resiste a dejarte ir a ese nido de víboras. Pero Dios sí lo sabe todo, Ester. Él ve el camino cuando nosotros solo vemos oscuridad. Nos esconderemos por ahora. No salgas por ningún motivo, por favor. Cerraremos ventanas, apagaremos las lámparas al anochecer y solo saldremos para lo estrictamente necesario, bajo el manto de la noche. Esperaremos... y oraremos. La oración es nuestra única arma, nuestro escudo, nuestra esperanza. Confía en Él.

Así lo hicieron. Durante días y noches que parecieron semanas, el silencio se convirtió en el único habitante de su hogar, solo roto por el suave murmullo de sus voces en oración. Oraban de rodillas, muchas veces sin palabras, solo el eco de sus almas clamando al cielo en súplica.

Las lágrimas de Ester, silenciosas y abundantes, hablaban de su miedo, sí… pero también de su fe inquebrantable, una fe que se aferraba a la promesa de un Dios que nunca abandona a los suyos.

Una noche, en la oscuridad más profunda, Ester despertó con el corazón latiendo con una fuerza ensordecedora, casi dolorosa. Una sensación desconocida la invadió, una mezcla de miedo y una extraña certidumbre. Corrió al rincón donde dormía Mardoqueo y lo sacudió suavemente, con urgencia.

—Tío… tuve un sueño —dijo, su voz temblorosa pero con un tono que denotaba algo más que una pesadilla.

Él se incorporó, aún somnoliento, pero atento al tono de su voz, a la urgencia de su llamado.

—¿Estás bien, hija? ¿Fue una pesadilla que te atormentó?

—Sí… no lo sé. Fue extraño —dijo, frotándose los ojos, intentando borrar la imagen, pero a la vez aferrándose a ella—. Soñé con luces que me rodeaban, una luz que venía de mí. Había coronas resplandecientes en todas partes… y una multitud inmensa, incontable arrodillada orando, susurrando algo que no entendía, pero que se sentía importante. Como si mi vida, la de ellos, dependiera de mí.

—¿Coronas? ¿Multitudes? —Mardoqueo frunció el ceño, su mente ya buscando significado en lo profundo de su fe y en las antiguas profecías de su pueblo—. Quizás el Señor te está mostrando algo, Ester. Un propósito. Un camino que ninguno de nosotros entiende ahora. Guárdalo en tu corazón, medítalo.




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