1. Hadassah: De Huérfana a Reina

Capítulo 4: Ester en el palacio.

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—No sé qué es, muchacha… —murmuró Hegai, todavía sorprendido—. Pero hay algo en ti… como una llama tranquila. Una pureza. No eres como las demás.

La voz del eunuco, acostumbrada a dar órdenes frías y certeras, se quebró apenas por un instante. Ester bajó la mirada con humildad, sin saber cómo responder. No se sentía especial, solo temerosa… y fuera de lugar.

Movido por esa impresión inexplicable, Hegai tomó decisiones que sorprendieron a todos. Le asignó el mejor cuarto: una estancia bañada por la luz del sol, con cortinas de lino azul y una cama cubierta de sedas suaves.

Ordenó que recibiera siete doncellas personales, las más hábiles y respetuosas, para atenderla día y noche. Aseguró que su alimentación fuera la más saludable, rica en frutas frescas, dátiles, miel y pan suave.

También adelantó su turno para recibir los tratamientos de belleza: baños con aceites perfumados, ungüentos de mirra, masajes con esencias de jazmín y azafrán.

Desde el primer momento, su llegada al área de mujeres no pasó desapercibida.

El patio interior era amplio, con columnas de mármol y fuentes que murmuraban en voz baja. Decenas de jóvenes esperaban allí, algunas charlaban, otras lloraban en silencio. Los rostros eran bellos, pero tensos. Todo era protocolo, rutina, preparación para ser vistas por el rey. Era un concurso, aunque nadie lo dijera abiertamente.

Ese primer día, Ester caminaba en silencio, observando, tratando de entender el nuevo mundo en el que había sido lanzada. Las doncellas la guiaban por el recinto: los baños, la sala de descanso, el comedor. Todo era tan opulento como ajeno.

Pero no todas la recibieron con amabilidad.

—Mírala —susurró una joven, de rostro altivo y cejas marcadas—. Camina como si flotara. Qué ridícula.

—¿Quién se cree que es? —añadió otra—.

—No es natural… hay algo extraño en ella. Siempre callada, siempre sonriendo como si fuera mejor que nosotras.

—Es la preferidad del eunuco —preguntó una voz con veneno

Ester se detuvo un momento. Sus ojos, grandes y suaves, se posaron en la que había hablado, sin rencor.

—No busco ser preferida —dijo con calma—. Solo trato de hacer lo correcto… y guardar paz en mi corazón.

—¡Qué hermosa manera de decir que te sientes superior! —espetó la joven más cercana, cruzándose de brazos con arrogancia.

Ester no respondió. Solo bajó la mirada, como si sus palabras no fueran dignas de pelea.

Con el paso de los días, los murmullos se convirtieron en cuchicheos constantes. A donde iba, las miradas la seguían. Unas la examinaban con desprecio, otras con sospecha, otras con una envidia que ya no se ocultaba.

—¿Ya viste su cabello? Lo lavan con aceites todos los días. A nosotras nos toca esperar turno.

—Siempre parece tranquila, como si esto no fuera importante para ella. ¡Como si ya supiera que ganará!

—Qué irritante es esa sonrisa suya. Ni siquiera compite, ni intenta destacar.

—Esa es su estrategia. No hablar. No mirar a nadie. Así se hace la misteriosa.

Pero la verdad era otra. Ester no estaba compitiendo. En su corazón, cada día era una batalla por mantenerse firme, por no olvidar quién era. No deseaba la corona, ni el lujo, ni el favor del rey. Solo quería cumplir con las órdenes que le dieran y así mantener su alma quieta.

A veces, en las noches, lloraba en silencio. No por miedo, sino por la ausencia de Mardoqueo, por la distancia de su hogar, por las voces crueles que se alzaban como espinas en un jardín hermoso.

Y sin embargo, cada mañana, despertaba con la misma serenidad. Caminaba con humildad, trataba a todos con respeto —incluso a quienes la despreciaban—, y hablaba con dulzura. Con el tiempo, esa actitud empezó a desarmar incluso a las más hostiles.

Una de las jóvenes, un día, le dijo con frialdad:

—¿Por qué no respondes nunca? ¿Acaso te crees demasiado buena para pelear?

Ester la miró con ternura y solo respondió:

—La paz no se defiende con palabras afiladas, sino con el corazón tranquilo.

Y esa frase quedó grabada, como una semilla. A pesar de la envidia, el desprecio y la competencia… Ester comenzaba a cambiar el ambiente. No con fuerza, sino con luz.

Una mañana, mientras Ester ayudaba a una de sus doncellas a recoger los cojines del patio, varias jóvenes se acercaron a paso lento, pero con la lengua afilada como espadas.

—Siempre tan... servicial —comentó una de ellas, con sonrisa torcida—. Como si fuera una criada más.

—No. Ella es especial, ¿no es así? —añadió otra—. Huele a jazmín, duerme en sábanas de seda, tiene un cuarto de princesa.

—Tal vez no es una criada… tal vez es algo más. ¿Cierto, Ester?

Ester solo levantó la mirada, con calma.

—No deseo competir con nadie —respondió con serenidad—. Solo intento obedecer. ¿Y creo que no hay nada de malo en ayudar, o sí?

—¡Ay, por favor! —bufó una de ellas—. Qué falsa eres.

—Seguro se acuesta con Hegai. ¿Qué otra explicación hay?

—¡Eso no tiene sentido! —interrumpió otra, más joven—. ¡Él es un eunuco! ¿No lo sabías? No puede tener mujer ni hijos. Está al servicio del rey… ¡como todos los demás!

—Entonces, ¿por qué la protege tanto?

En ese instante, una voz seca, firme, resonó tras ellas.

—¿Qué hacen? —Cuestionó Hegai, apareciendo de pronto detrás de una columna.

Las jóvenes se giraron, sobresaltadas. Una de ellas bajó la cabeza con rapidez.

—Señor Hegai… nosotros no… estábamos… hablando, nada más.

—¿Hablando? —repitió él, cruzando los brazos y clavando la mirada en la que más hablaba—. ¿Sobre qué?

—Nada importante. Solo… entre compañeras.

Ester intervino con suavidad.

—No se preocupe, mi señor. Todo está bien.

Hegai la observó por unos segundos, luego asintió con un gesto leve.

—Ester, por favor, regresa a tu habitación. Te necesito allí en breve.




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