1. Hadassah: De Huérfana a Reina

Capítulo 5: La Elegida del Rey.

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La sala del trono resplandecía con su habitual esplendor: columnas de mármol pulido que reflejaban la luz de las altas antorchas, adornadas con hilos de oro finamente trabajados.

Una quietud reverente se cernía en el ambiente, solo rota por el susurro de las túnicas de las doncellas que se retiraban en silencio, una tras otra.

Decenas de mujeres habían desfilado ya frente al rey Asuero, con sus risas forzadas y sus gestos calculados; ninguna había logrado tocar la fibra de su corazón, ya endurecido por la falsedad y la ambición ajena.

Hasta que entró ella.

Ester.

Vestida con un sencillo pero elegante traje de azul profundo, el color exacto del cielo justo antes de que el sol despunte en el horizonte.

No llevaba exageraciones, ni adornos superfluos que distrajeran de su esencia. Solo un par de zarcillos plateados en forma de hoja, una delicada pulsera del mismo metal, y un collar tan sencillo que apenas se distinguía.

Pero su presencia... lo era todo. Una quietud, una luz que parecía emanar de su interior.

El rey Asuero la miró, y para él, el vasto imperio, el tiempo mismo, se detuvo. Sus ojos, acostumbrados a la ostentación, se encontraron con una sencillez desarmante.

Ella avanzó con una calma que no era indiferencia, sino serena confianza. Sus ojos, aunque bajos en señal de respeto, no denotaban miedo alguno.

Al llegar ante el majestuoso trono, se inclinó con una gracia innata, un movimiento fluido y natural. No había falsedad en su gesto, ni la más mínima señal de ansias ocultas o ambición desmedida. Solo un respeto genuino, y una paz que contrastaba drásticamente con la atmósfera usual de la corte.

Lentamente, con una solemnidad inusitada, el rey Asuero descendió de su trono.

Nadie lo esperaba. Un murmullo de asombro se extendió por la sala, y los guardias, estoicos hasta entonces, intercambiaron miradas, visiblemente sorprendidos. Era un gesto sin precedentes.

—Ven —dijo Asuero, extendiéndole la mano. Su voz, habitualmente potente, era ahora un murmullo suave y atrayente.

Ester dudó por un instante, apenas perceptible, como si sopesara la trascendencia de aquel gesto. Luego, con una delicadeza que solo acentuaba la franqueza de su acto, tomó su mano.

Él la condujo por un corredor discreto que se abría en un lateral del gran salón, llevándola lejos de las miradas curiosas y los susurros de la corte.

Caminaron sin prisa por los jardines internos del palacio, donde crecían lirios blancos de pétalos níveos y granadas en flor que perfumaban el aire.

La noche era cálida y estrellada, y la luna, apenas un creciente plateado, comenzaba a alzarse en el cielo oscuro, bañando el paisaje con una luz etérea.

—¿Tienes miedo? —le preguntó el rey, sin mirarla directamente, su voz un murmullo en la quietud de la noche.

—No —respondió Ester con una sinceridad desarmante, sus ojos buscando los de él por un instante—.

—Hay algo en ti —dijo él, después de un momento, deteniendo sus pasos junto a un arbusto de jazmines—. Algo que no sé explicar. No te pareces a ninguna mujer que haya conocido. Las demás llegan cargadas de artilugios, de palabras vacías, como si quisieran atraparme en una red… tú has llegado... como si nada quisieras de mí. Como si no tuvieras nada que pedir.

Ester bajó la vista con una leve sonrisa, el rubor apenas perceptible en sus mejillas.

—Lo único que deseo —dijo suavemente, su voz dulce como la brisa— es cumplir con lo que se espera de mí... sin perder lo que soy. Sin perder mi esencia.

El rey la observó largamente, sus ojos fijos en ella, como si intentara descifrarla, desentrañar el misterio de su calma. Como si algo en su propio interior, un lugar que creía árido, también se removiera ante su presencia.

—Eres diferente, Ester y eso me gusta mucho. Es como si trajeras una luz propia contigo, una que ilumina la oscuridad. Y yo... no había notado cuánta oscuridad había a mi alrededor, en mi propia vida, hasta que tú apareciste.

Ella no supo qué decir, las palabras le parecían superfluas ante tal declaración. Pero no hacía falta. Las palabras se desvanecían ante la profundidad de lo que se estaba gestando.

El silencio entre ellos no era incómodo, ni pesado. Era un silencio sagrado, lleno de comprensión mutua y una conexión que trascendía lo superficial.

Caminaron unos pasos más, hasta una fuente de agua clara y cristalina, donde el reflejo de ambos se mezclaba con el brillo titilante de las estrellas. Fue entonces, bajo la atenta mirada de la luna naciente, cuando el rey Asuero tomó una decisión sin retorno, una que cambiaría para siempre el curso de su vida y la de su imperio.

Él la miró fijamente, con una suavidad en sus ojos que contrastaba marcadamente con la autoridad y la severidad habituales de su posición.

—Ester… —dijo, con voz más baja, cargada de una emoción apenas contenida—, si de mí dependiera, no querría dejarte volver a ese palacio de mujeres. No querría que te apartaras de mi lado ni un instante. ¿Aceptarías ser mi esposa? ¿Mi reina?

Ester sintió que el corazón le latía tan fuerte que temió que él pudiera oírlo resonar en el aire. Sus mejillas se tiñeron de un suave rubor, un color que rivalizaba con el atardecer, y sus manos temblaron levemente con una mezcla de nerviosismo y dicha.

Pero entonces lo miró a los ojos, esos ojos que ahora la veían como a nadie más, y con una ternura nerviosa y sincera, susurró:

—Sí… acepto.

El rey se quedó en silencio por unos segundos, con los ojos aún fijos en Ester, como si temiera que al parpadear ella desapareciera, una ilusión en la bruma de la noche.

Su pecho subía y bajaba con una intensidad contenida, la emoción de la victoria personal superando incluso la de mil batallas.

Luego, sin apartar la mirada de la joven que acababa de aceptar su destino, su voz recuperó un matiz de su autoridad habitual, pero ahora teñida de una profunda satisfacción y urgencia.




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