1. Hadassah: De Huérfana a Reina

Capítulo 6: La Noticia que Sacudió el Reino.

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La noticia se esparció primero entre las mujeres de la casa de las mujeres, donde la competencia había sido brutal y las esperanzas, desmedidas.

Algunas, al escuchar el nombre, palidecieron, sus sueños de poder desmoronándose. Otras apretaron los labios con fuerza, sus rostros contraídos por los celos y la frustración de la derrota. Una, incapaz de contener la amargura, dejó caer su espejo y rompió en llanto inconsolable. Sin embargo, en medio del desánimo, también hubo miradas de alivio, e incluso sonrisas de sincera admiración.

—Lo sabíamos… —susurró una joven a su compañera, su voz un murmullo de complicidad—. Ella es distinta. Nunca compitió por la corona, nunca buscó el favor del rey de manera evidente… pero su luz interior era imposible de ignorar.

Con la elección de la reina confirmada, las doncellas del harén fueron informadas de su nuevo destino.

Algunas serían designadas como futuras concubinas del rey, un honor menor pero seguro. Otras serían enviadas a servir en distintos niveles del palacio, en tareas administrativas o domésticas.

Y unas pocas, las más discretas y leales, seleccionadas personalmente por Hegai, quedarían al servicio directo de la nueva reina Ester, una señal de su creciente poder y confianza.

Pero la noticia no se quedó confinada entre los muros del palacio. Como una ráfaga imparable, cruzó los jardines reales, los vastos patios, las imponentes torres, y descendió por las bulliciosas calles de Susa, hasta llegar a los barrios donde vivían artesanos, comerciantes, soldados y ancianos.

Hombres y mujeres salieron de sus casas, curiosos, para escuchar los rumores que volaban de boca en boca. Algunos celebraban con alegría ruidosa. Otros, más cautelosos, se sorprendían por la elección inesperada. Pero en todos, sin excepción, nacía la expectativa: ¡el rey Asuero tendría una nueva reina!

Desde Susa, la noticia viajó como una onda expansiva por todo el vasto reino del rey Asuero. En las provincias más lejanas, los mensajes reales se leían en las plazas públicas: “Que todos lo sepan: Se ha encontrado digna una nueva reina para el glorioso Asuero. Que todas las ciudades preparen ofrendas y celebraciones en honor a su majestad Ester inmediatamente.

Y en un rincón silencioso, junto a la muralla este del palacio, donde solía esperar pacientemente, Mardoqueo escuchó el anuncio solemne de boca de Elías, el guardia judío que compartía su fe y sus secretos.

—La escogió, Mardoqueo. El rey ha elegido a Ester como su esposa… y esta noche será coronada. La noticia ha recorrido ya el reino.

El anciano contuvo el aliento, su rostro surcado por las emociones. Una mezcla de asombro y una profunda reverencia nubló sus ojos, que se llenaron de lágrimas silenciosas.

—Bendito sea el nombre del Altísimo… —susurró, llevando una mano a su pecho, sintiendo el latido de su fe—. Él sabe porqué hace lo que hace. No puedo entenderlo en su totalidad… pero confío. Él tiene un plan, un propósito, incluso en los más grandes palacios. Y mi Ester… mi pequeña Hadassah… ella está dentro de ese plan.

El palacio, que pocas horas antes había estado en una quietud solemne, entró en un frenético y alegre movimiento. Los corredores, normalmente silenciosos, se llenaron de pasos veloces, de voces que gritaban órdenes con entusiasmo y de sirvientes que corrían de un lado a otro, cargados con finas telas, ramos de flores exóticas y candelabros que prometían una noche de luz deslumbrante.

Mientras tanto, en las habitaciones delicadamente perfumadas del ala norte, Hegai se inclinó con una emoción contenida, casi reverente, ante Ester. Su rostro, que solía ser una máscara de profesionalidad, ahora mostraba una ternura paternal.

—Mi niña… ha llegado el momento que el destino te tenía reservado.

Ester lo miró con una mezcla de tierna gratitud, nerviosismo propio del momento, y una sorprendente serenidad en sus ojos.

Su corazón latía con una fuerza que creyó que resonaría en toda la habitación, pero su mirada permanecía en calma, reflejando la paz de su interior.

Hegai se acercó con una caja larga y delgada, tallada en madera oscura y adornada con intrincados detalles de oro.

Al abrirla, reveló un vestido de un tono crema suave, casi nacarado, con bordes delicadamente bordados en hilos dorados que parecían capturar la luz, y pequeñas perlas cosidas a mano que brillaban como rocío. Era sencillo en su corte, pero su confección y los materiales lo hacían absolutamente majestuoso.

—Este es el vestido de una reina —murmuró él, su voz apenas un susurro lleno de significado—. Fue preparado hace un año para un día como este, para una mujer digna de él. Y esperaba por ti.

Las doncellas, bajo la atenta y emocionada mirada de Hegai, rodearon a Ester con un cuidado reverente.

La bañaron en una gran tina de mármol, en un agua tibia perfumada con pétalos de rosa y azahar, que relajó sus músculos y calmó sus últimos nervios.

Le aplicaron aceites aromáticos que dejaron su piel suave y resplandeciente, y luego la envolvieron con el etéreo vestido, sintiendo la finura de la seda contra su piel.

Peinaron su cabello oscuro en una trenza larga y elaborada, entrelazando en ella delicados adornos dorados que brillaban a la luz.

Finalmente, le pusieron el vestido con un gesto de solemnidad, colocaron sobre su frente un delicado velo de tul bordado con hilo de luna, que caía sobre sus hombros como un suspiro de pura inocencia y gracia.

En otro extremo del palacio, en sus propios aposentos, el rey Asuero también se preparaba para la noche que marcaría un antes y un después. Sus sirvientes más leales lo acompañaron a los lujosos baños imperiales, donde lo esperaban grandes jarras de agua tibia aromatizada con esencias de cedro y sándalo, y toallas de lino blanco inmaculado.

Se quitó su túnica real, símbolo de su poder, y entró en el agua profunda, donde permaneció unos minutos en un silencio reflexivo, contemplando el reflejo danzante de las antorchas sobre la superficie tranquila del agua.




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