1. Hadassah: De Huérfana a Reina

Capítulo 7: Nueva Reina, Ester.

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Esa noche, en cada calle de Susa y en cada rincón del vasto imperio persa, nadie durmió. Una energía vibrante, casi eléctrica, corría por el aire.

Las calles de la capital se llenaron de música festiva, del eco de voces alegres que se alzaban en cánticos improvisados, y de danzas espontáneas bajo el inmenso cielo estrellado. Las casas encendieron todas sus lámparas, sus ventanas brillando como cientos de ojos expectantes. De los patios interiores y las panaderías, el aire se impregnó con el aroma dulce del pan recién horneado, especias exóticas y flores recién cortadas. Los niños, ajenos a la complejidad de la política, corrían por las plazas repitiendo la misma frase que se había extendido como fuego en hierba seca:

—¡Tenemos nueva reina! ¡El rey ha elegido a su esposa! ¡Ester!

Los tambores sonaban en cada rincón de la ciudadela, un ritmo constante que invitaba a la euforia. En las plazas principales, los músicos tocaban melodías de celebración que elevaban el espíritu, y los más ancianos, con lágrimas de emoción en los ojos, murmuraban que nunca antes se había sentido tanta alegría y esperanza desde los días de gloria de la reina Vasti.

Mientras tanto, en el corazón dorado del palacio…

Ester y Asuero se entregaron el uno al otro, no solo en cuerpo, sino en la profundidad de sus almas recién conectadas. Por primera vez desde su llegada a esas tierras desconocidas, ella no se sintió una extraña entre las imponentes columnas doradas y los lujosos aposentos. Y él, el hombre más poderoso del mundo conocido, soberano de veintisiete provincias, descubría la ternura más pura en unos ojos que no anhelaban la corona, sino que simplemente buscaban comprender y obedecer un destino que se había revelado. El amor, para él, había llegado de la forma más inesperada.

El sol apenas asomaba por las ventanas altas del palacio, tiñendo de oro las columnas de mármol blanco y despertando los colores de los tapices, cuando Asuero abrió los ojos. Giró la cabeza suavemente para mirar a la mujer que dormía a su lado. Su reina. Su esposa. La única que había logrado tocar algo más profundo que su poder, su orgullo o sus vastas riquezas: su corazón.

Se inclinó suavemente, una acción inusual para un rey, y rozó su frente con los labios, un gesto de infinita delicadeza.

—Buenos días, mi reina —susurró con una ternura que ni él mismo sabía que poseía.

Ester abrió los ojos despacio, aún con el suave rubor en las mejillas por la intimidad vivida la noche anterior. Asuero notó esa timidez intacta, esa dulzura que lo cautivaba, y sonrió, un gesto que rara vez mostraba a otros.

—¿Cómo te sientes? —le preguntó, su pulgar acariciándole la mejilla con ligereza.

Ester bajó la mirada un instante, permitiendo que la emoción se asentara, luego lo miró directamente a los ojos, con una serenidad que le era tan natural como respirar.

—Agradecida… y feliz —respondió, con una voz suave que parecía envolverlo en una caricia.

El corazón del rey se estremeció, sintiendo la pureza de sus palabras.

—Entonces somos dos —dijo, tomándole la mano y entrelazando sus dedos con los de ella—. Porque nunca imaginé que el amor me encontraría así… tan real, tan puro. Tu llegada ha cambiado mi vida, Ester. Ha traído luz a mi mundo.

Ella se sonrojó aún más, sin saber qué responder ante tan profunda declaración, pero él continuó, su voz cargada de resolución:

—Eres mi esposa, mi reina. Y a partir de hoy, quiero que todo el imperio sepa tu nombre. Que lo canten los niños en las calles y lo bendigan las mujeres en sus hogares. Quiero que tu presencia sea una bendición para mi pueblo.

Se incorporó y, con una claridad en su voz que denotaba la magnitud de su decisión, llamó a uno de sus sirvientes que aguardaba fuera de la cámara.

—¡Preparad el Gran Banquete! Que venga la música más alegre, que se sirva el mejor vino de las bodegas reales, que se abran los portones del palacio para que el pueblo celebre. Hoy celebramos a Ester, reina de Persia y de Media, y la nueva luz de mi imperio.

El sirviente, con una reverencia apresurada, corrió a dar la orden, la noticia expandiéndose como una ola. Asuero se volvió hacia Ester, todavía sentado junto a ella, su mirada llena de adoración.

—¿Me acompañas, mi reina? —dijo, ofreciéndole la mano con una sonrisa que la invitaba—. El pueblo espera verte brillar como solo tú sabes hacerlo.

Ester asintió con una sonrisa tímida, pero sincera, y juntos comenzaron a prepararse para el día más glorioso que Susa recordaría en mucho tiempo, el día en que su nueva reina sería presentada al mundo.

El palacio se transformó en cuestión de horas. Sirvientes corrían de un lado a otro, colgando majestuosos estandartes con los colores reales: el rojo púrpura de la realeza y el dorado brillante del sol. El aroma embriagador del pan recién horneado, las especias exóticas y las flores frescas llenaba cada pasillo y cada patio. Músicos talentosos afinaban sus instrumentos, creando una sinfonía de anticipación, y las cocinas reales hervían de actividad, preparando un festín digno de la ocasión.

El Gran Salón Real, con su imponente cúpula de cristal que permitía ver el cielo y sus columnas talladas en ónix pulido, fue decorado con tapices nuevos de seda, alfombras de lino fino que suavizaban los pasos, y cientos de lámparas encendidas que danzaban como estrellas atrapadas en el techo. En el centro, una larga mesa revestida con oro puro estaba lista para recibir a los príncipes, nobles y altos oficiales del reino, todos ataviados con sus mejores galas.

Ester apareció vestida con un nuevo vestido de gala, esta vez de un azul profundo, el color de la noche más serena, bordado con intrincados hilos de plata que resaltaban la gracia de su andar. Su corona, una delicada obra de orfebrería, brillaba sobre su frente, sintiéndose más liviana que el miedo que había cargado en el pasado, pero infinitamente más poderosa que cualquier joya por sí misma. Era la encarnación de la esperanza.




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