1. Hadassah: De Huérfana a Reina

Capítulo 14: La Noche del cambio.

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Mientras Hamán dormía plácidamente en su cama, en su ostentosa mansión, sus sueños poblados por imágenes gloriosas de poder y, sin duda, con la macabra satisfacción de colgar a Mardoqueo, el palacio de Susa permanecía envuelto en un silencio casi absoluto.

Solo el canto lejano y monótono de los grillos y el suave murmullo del viento que hacía temblar las antorchas en los corredores rompían la quietud de la noche.

Pero esa noche, el sueño abandonó al rey Asuero. Se revolvía inquieto en su lecho de sábanas de lino bordado con hilos de oro, giraba de un lado a otro, incapaz de cerrar los ojos.

Ni las suaves melodías de los músicos, que aguardaban en la antesala, ni el canto arrullador de las esclavas podían calmar la inquietud que lo poseía.

Un peso invisible oprimía su mente, un presentimiento nebuloso pero persistente que le impedía encontrar el descanso.

Finalmente, con un suspiro exasperado que resonó en el amplio aposento, se sentó en la cama, su figura imponente envuelta en la penumbra. Con un gesto impaciente, llamó a uno de sus ayudantes, un eunuco que esperaba discretamente junto a la puerta.

—Traedme los pergaminos de los registros del reino —ordenó Asuero con voz ronca por la falta de sueño, su autoridad inquebrantable—. Que me lean las crónicas. Quizá las hazañas de otros, los eventos del pasado, me den el sueño que se me niega esta noche.

El criado asintió con una reverencia y, a toda prisa, salió en busca de los rollos polvorientos que guardaban la historia de su reinado y los acontecimientos más importantes del imperio.

Momentos después, un escriba de aspecto solemne entró cargando varios rollos de pergamino, cuidadosamente enrollados y sellados con cintas de lino.

A la luz parpadeante de las lámparas de aceite, comenzó a desenrollar uno con lentitud y a leer en voz alta, su voz grave resonando con solemnidad en la cámara real:

—“En el año séptimo del reinado del rey Asuero, dos funcionarios de la corte, Bigtana y Teres, que servían como porteros, tramaron un plan para asesinar al rey. Pero el complot fue descubierto gracias a la denuncia de un hombre llamado Mardoqueo. Los conspiradores fueron capturados y ejecutados en la horca.”

Al escuchar aquel nombre, la palabra "Mardoqueo", el rey se irguió en su asiento, como si un rayo de lucidez hubiera atravesado la densa niebla de su mente. La inquietud que lo había desvelado cobró sentido.

—Deteneos ahí —ordenó, con un tono imperioso que no admitía réplica. Su voz retumbó en la sala, haciendo eco en los ricos tapices y las imponentes columnas—. Decidme… ¿qué honor y recompensa se le concedió a Mardoqueo por haber salvado la vida del rey? ¿Cómo se le honró por su lealtad?

El escriba, sorprendido por la interrupción y la urgencia en la voz del monarca, volvió a revisar los pergaminos con manos temblorosas, mientras los criados contenían la respiración ante la tensión palpable que se había apoderado de la noche. Finalmente, con un hilo de voz apenas audible, el ayudante respondió:

—No… no se hizo nada por él, majestad. Ningún registro de honor o recompensa.

El silencio que siguió fue tan denso que casi podía tocarse, cargado de la indignación silenciosa del rey. Asuero se recostó lentamente en el diván de su aposento, tamborileando con los dedos sobre el brazo del asiento ornamentado, su mente trabajando a toda velocidad para corregir aquella grave omisión.

—Nada… —murmuró para sí mismo, con el ceño fruncido, su mirada perdiéndose en la distancia—. Mardoqueo me salvó de una muerte segura y… nada se ha hecho para recompensarlo. ¡Qué negligencia! —Sus ojos chispearon con decisión al mirar al escriba—. Esto debe corregirse de inmediato. Al instante.

La luna, alta sobre Susa, plateaba la escena a través de las altas ventanas, como si el cielo mismo quisiera ser testigo del giro inesperado del giro inesperado de los acontecimientos que estaba por escribirse.

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Muy temprano, antes de que el sol comenzara a bañar con su luz dorada las imponentes murallas de Susa, el rey Asuero se levantó de su lecho con el corazón aún agitado. Durante toda la noche, el nombre de Mardoqueo y la injusticia cometida resonaban en su mente como un eco persistente.

No podía soportar la idea de haber olvidado recompensar a quien le había salvado la vida. Algo debía hacerse, y debía hacerse de inmediato, sin demora alguna.

Aún con la bruma del amanecer cubriendo la ciudad como un velo, el rey llamó a sus sirvientes con voz urgente, impaciente:

—Decidme, ¿quién de los ministros está en el patio del palacio a esta hora tan temprana? —preguntó, mientras se calzaba con premura y un ayudante acomodaba su regio manto.

Uno de los criados, asomándose con curiosidad a la explanada exterior, volvió con una mezcla de sorpresa y alivio en su rostro:

—Majestad, el que está en el patio ahora mismo es el gran ministro Hamán.

La voluntad que trasciende a los hombres, como un director de giros inesperados, había hecho que Hamán se presentara en el momento justo, un peón inconsciente en un juego mucho más grande.

Ansioso, él había madrugado para pedir al rey permiso para colgar a Mardoqueo en el enorme madero de cincuenta codos de alto que había mandado a levantar durante la noche, seguro de que todo conspiraba a su favor.

El rey, ajeno por completo a las intenciones siniestras de su ministro, ordenó con voz solemne, con la autoridad de un monarca que no tiene tiempo que perder:

—Decidle que entre de inmediato. Quiero hablar con él.

Hamán entró al salón con el porte altivo de quien cree tener la victoria en sus manos, su rostro una máscara de arrogancia y falsa humildad. En su mente, ya se veía regresando a casa con la ansiada autorización para deshacerse de su enemigo jurado.

Pero antes de que pudiera abrir la boca para presentar su vil petición, Asuero lo miró fijamente, con una mirada penetrante, y preguntó con un tono que no dejaba espacio a dudas ni a evasivas:




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