1. Hadassah: De Huérfana a Reina

Capítulo 15: El Banquete de la Verdad.

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La atmósfera en el suntuoso salón del banquete era densa como la miel, pesada de una expectación contenida.

El aroma de los vinos más exquisitos y los manjares finamente preparados se mezclaba con un silencio expectante que colgaba como un velo sobre la mesa imperial, un velo que ocultaba un drama a punto de desvelarse.

Los sirvientes se movían con sigilo casi imperceptible, reponiendo copas de cristal tallado y platos de plata coreografía impecable, mientras la luz temblorosa de las lámparas de aceite dibujaba sombras danzantes y ominosas en los rostros de los tres presentes.

Era el segundo banquete que la reina Ester había preparado, una cita cuidadosamente orquestada. En esta ocasión, la tensión no podía ser más palpable: Hamán, pálido y con el corazón aún agitado por la humillación pública sufrida esa mañana, se sentaba con las manos crispadas sobre sus rodillas, sus ojos huidizos.

El rey Asuero, con el ceño apenas fruncido por la curiosidad, no apartaba su mirada inquisitiva de su esposa, impaciente por conocer su misteriosa petición.

Y Ester… lucía una serenidad exterior que era una máscara perfecta para el torbellino de emociones y el miedo profundo que se agitaban en su interior.

Entonces, rompiendo el silencio que se había vuelto ensordecedor, el rey Asuero se inclinó hacia ella con una mezcla de curiosidad, calidez y un matiz de impaciencia:

—¿Qué deseas, reina Ester? Dímelo sin titubeos y te lo daré. ¿Qué quieres pedir, mi amada? —preguntó con una voz que resonó en los muros decorados con tapices reales, llenando el espacio con la promesa de su poder—. ¡Aunque fuera la mitad de mi reino, yo te lo concederé!

La pregunta, cargada de autoridad real y a la vez de una inusual ternura, retumbó en el corazón de Ester.

Este era el momento. El momento crucial que tanto había temido y por el que tanto había esperado y orado.

Podía sentir el latido acelerado de su corazón martilleando contra sus costillas mientras sus manos, sin que nadie lo notara, se cerraban con fuerza sobre el borde de la mesa, buscando anclaje, buscando valor.

Cerró los ojos un instante y, en el silencio profundo de su mente, elevó una breve y ferviente oración al Altísimo, implorando la fuerza necesaria para hablar con la sabiduría, la prudencia y la humildad que solo Él podía concederle en un instante tan crítico.

Entonces, abriendo los ojos con una mirada firme que destellaba determinación y un coraje sobrehumano, Ester comenzó a hablar, su voz, aunque suave al principio, clara como el cristal, resonando con una mezcla perfecta de respeto y una valentía inquebrantable:

—Si he hallado favor ante tus ojos, oh rey —dijo, su voz ganando fuerza con cada palabra—, y si al rey de veras le parece bien, si mi humilde vida tiene valor para ti, que se me conceda mi propia vida como petición mía, y la vida de mi pueblo como solicitud mía.

El silencio que siguió fue absoluto, tan denso que casi podía saborearse.

El vino parecía haberse vuelto sangre en las copas de cristal, los corazones de los presentes, incluso los de los discretos sirvientes, latían con un estruendo ensordecedor que solo era perceptible para ellos mismos.

La mente del rey Asuero se detuvo un instante, desconcertada, tratando de procesar lo que acababa de escuchar.

¿La vida de la reina? ¿Qué amenaza podía ser tan grande, tan inminente, como para poner en peligro a Ester, la mujer que amaba, la que había escogido entre todas las bellezas del imperio?

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Ester prosiguió, cada palabra un golpe preciso que rasgaba el velo de las apariencias y revelaba la infamia oculta:

—Hemos sido vendidos, yo y mi pueblo, para que se nos aniquile, mate y destruya. —Su voz se quebró apenas un segundo, un mínimo temblor que delató la inmensa angustia que la embargaba, pero recuperó la fuerza con un destello de fuego sagrado en sus ojos—. Ahora bien, si se nos hubiera vendido solo como esclavos y siervas, me habría quedado callada, soportando la desgracia en silencio, pues tal angustia no sería tan grave. Pero esta atrocidad que se ha planeado contra nosotros es tan grande, y la aniquilación es tan total, que resulta en perjuicio para el propio rey, una mancha imborrable para su corona.

Un murmullo contenido, casi un lamento, recorrió el salón. Los sirvientes se miraban sin atreverse a levantar la vista, el terror reflejado en sus ojos, y hasta el aire parecía haberse tornado más pesado, cargado de la inminencia de la revelación.

El rey, con el rostro enrojecido por la furia que comenzaba a encenderse en su pecho, una ira nacida de la traición y la manipulación, se incorporó de golpe de su asiento, golpeando la mesa con un estruendo.

Sus ojos, antes curiosos, ahora ardían con una cólera terrible. Su voz tronó como un relámpago que parte el cielo en dos, haciendo vibrar las paredes del palacio:

—¿Quién es el hombre que se ha atrevido a hacer tal cosa? ¿Dónde está ese enemigo, ese malvado que ha osado atentar contra la vida de mi reina y la de su pueblo?

Todos los ojos, de los sirvientes, del propio rey, se dirigieron como un solo haz de luz a Ester, quien, sin titubeos, con la mano temblorosa pero firme como una lanza, señaló directamente al hombre que se encogía en su asiento, transformado en una figura patética, como si el suelo se abriera bajo sus pies.

—¡El adversario y enemigo es este malvado Hamán! —dijo, su dedo acusador firme como una lanza y su voz tan cortante como el filo de una espada, pronunciando una sentencia.

En ese instante, el tiempo pareció congelarse. El corazón de Hamán se detuvo por completo, un terror paralizante lo invadió, y el salón entero quedó sumido en un silencio mortal, un silencio que anunciaba el fin.

Las ruedas de la justicia divina, que habían comenzado a girar esa madrugada con el insomnio del rey, ahora rugían con un estruendo imparable, aplastando la vida del que había sido el hombre más poderoso del imperio, el orgullo de Hamán se desmoronaba en el polvo.




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