1. Hadassah: De Huérfana a Reina

 Capítulo 16: La Coronación del Justo.

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El sol amaneció sobre Susa con un resplandor inusitado, teñiendo el cielo de oro y púrpura, como si el cielo mismo quisiera celebrar el profundo cambio que se había gestado durante la noche.

Las noticias de la muerte de Hamán, el arrogante ministro, se habían esparcido como un reguero de pólvora por cada callejuela, cada mercado bullicioso y cada rincón del vasto palacio.

Un susurro de alivio y asombro recorría los pasillos y las plazas: el rey Asuero había recobrado la cordura y la justicia, con mano firme, se había impuesto sobre la maldad.

Apenas se disiparon las últimas sombras del amanecer, el rey, con una celeridad poco común, mandó llamar a Ester y a Mardoqueo.

Los recibió en la gran sala del trono, un espacio que aún parecía retener el eco de la furia real del día anterior. Sin embargo, esta vez, Asuero tenía el semblante sereno, casi agradecido, la calma de un hombre que ha purgado una grave afrenta.

—Ester —dijo con voz solemne, mientras extendía su mano enguantada con un gesto de profunda reverencia—, el reino te debe mucho más de lo que las palabras pueden expresar. Por tu valor, por tu sabiduría y por la verdad que trajiste, no solo has salvado tu vida, sino también la mía de una vergüenza eterna. Por ello, te entrego la casa de Hamán y todas sus inmensas riquezas. Son tuyas.

Ester inclinó la cabeza en señal de respeto, sus ojos brillando con una mezcla de alivio abrumador y una profunda humildad.

—Gracias, Majestad —respondió con voz clara y sincera—. Pero mi felicidad no será completa, mi corazón no estará en paz, sino aseguró el futuro y la salvación de mi pueblo, que aún pende de un hilo.

Entonces, Ester se volvió hacia Mardoqueo, que permanecía erguido, digno, con el rostro iluminado por la luz naciente que entraba por los altos ventanales, su mirada reflejando una quietud profunda.

—Dentro de poco solucionaremos eso, mi reina. —Dijo el rey Asuero.

—Majestad —dijo nuevamente Ester, su voz firme como el mármol, inquebrantable en su convicción—, Mardoqueo no solo es el hombre que una vez salvó tu vida al descubrir la conspiración de Bigtana y Teres. Es también el hombre que me crió como a su propia hija, el guía de mi infancia, mi protector y mi luz en los momentos más oscuros. Confío en él más que en nadie en este vasto imperio.

El rey asintió lentamente, dejando que sus palabras calaran en el silencio reverente del salón. Su mirada se posó en Mardoqueo, una evaluación silenciosa, un reconocimiento de su lealtad probada.

—Mardoqueo —pronunció con voz solemne, anunciando un decreto irrevocable—, en reconocimiento a tu inmensurable lealtad y tu innegable sabiduría, te nombro primer ministro del imperio, en el lugar que ocupó el traidor Hamán. De hoy en adelante, portarás mi anillo real como señal de tu autoridad suprema, la misma que me representa.

Se hizo un profundo silencio en la sala cuando el rey, con un gesto majestuoso, se quitó el anillo de su propio dedo, el símbolo más elevado del poder supremo de Persia, y lo colocó con solemnidad en la mano de Mardoqueo.

Al recibirlo, el nuevo primer ministro inclinó la cabeza con respeto, su corazón rebosante de una gratitud abrumadora.

—Majestad, serviré con toda mi lealtad, con cada fibra de mi ser —dijo Mardoqueo, su voz cargada de una mezcla de emoción contenida y una férrea determinación para cumplir su nueva misión.

Ester, por su parte, tomó la llave de la casa de Hamán, una llave simbólica de un poder recién adquirido, y se la entregó a Mardoqueo con un gesto decidido, una clara señal de confianza absoluta.

—Tú administrarás su casa y su fortuna —dijo—, pues nadie más es digno de hacerlo, nadie más posee tu integridad.

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Sin embargo, mientras la corte entera y el pueblo de Susa se regocijaban por el glorioso ascenso de Mardoqueo, en el corazón de Ester no había paz completa.

Una sombra persistente ensombrecía su alma. Por la mente de la reina pasaban las imágenes vívidas de su pueblo, hombres, mujeres y niños, dispersos en las ciento veintisiete provincias del vasto imperio, todos marcados por el decreto de muerte que Hamán había emitido meses antes. La alegría de la justicia para Hamán era solo el principio; la amenaza para su pueblo seguía en pie.

La voz de Ester se quebró apenas un instante cuando se volvió hacia el rey, su mirada suplicante como un rayo de luz en la oscuridad, implorando su comprensión.

—Majestad… —dijo, respirando hondo para recobrar la compostura y la fuerza—, aunque Hamán ha muerto y su maldad ha sido castigada, su decreto, sellado con tu sello real, sigue vigente. El edicto que ordena el exterminio de mi pueblo aún viaja por cada camino y río del imperio, llevando consigo una sentencia de muerte ineludible.

El rey bajó la mirada, su expresión reflejando la repentina y pesada conciencia de la magnitud del peligro que se cernía.

—¿Cuándo… cuándo debe cumplirse ese edicto? —preguntó con un hilo de voz, el horror apenas contenido.

—El día elegido mediante el sorteo, el Pur —respondió Mardoqueo con voz grave, confirmando el terrorífico plazo—. Hamán recurrió a prácticas oscuras y ocultas para fijar la fecha más favorable a su destrucción. Aunque faltan meses, Majestad, el tiempo avanza como un río incontenible hacia el día fatal.

Asuero se frotó la barba con preocupación, su mirada buscando una solución mientras alternaba entre Ester y Mardoqueo.

—Entonces —dijo al fin, con la resolución inquebrantable de un rey que sabe lo que debe hacerse para proteger a un pueblo y su honor—, debemos encontrar una manera, una forma, de proteger a tu pueblo. Este reino no permitirá que un acto de injusticia tan atroz manche mi nombre ni el trono que ocupo. No habrá tal genocidio bajo mi mandato.

Ester respiró profundo, un aliento de alivio al ver la determinación inquebrantable en los ojos del rey.




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