*****👑*****
El sol se alzó sobre el día 13 del mes de Adar, iluminando con un resplandor frío y despiadado los techos de Susa, como un ojo que observaba el cumplimiento de un destino.
Aquella mañana, el imperio entero contuvo el aliento: había llegado el día señalado por el decreto de exterminio, la fecha fatídica fijada por la suerte de Hamán.
En las calles polvorientas, los enemigos de los judíos afilaban sus armas con una crueldad anticipada, sus corazones hinchados de odio, convencidos de que la sangre de un pueblo indefenso correría a su favor.
Pero desde antes del amanecer, en un acto de fe y determinación, los judíos se habían reunido en cada ciudad de las ciento veintisiete provincias del vasto reino.
Vestidos con una mezcla de desesperación y una resplandeciente esperanza, se agruparon en calles y plazas, no para huir, sino para defenderse, listos para proteger a sus familias, a sus ancianos y a sus niños.
—¡Hoy luchamos no solo por nosotros, hermanos, sino por nuestros hijos y por nuestra libertad! —dijo un anciano en Susa, su voz ronca pero firme, mientras alzaba su espada hacia el cielo aún gris, un juramento a la vida.
En cada provincia, desde la más cercana a la capital hasta la más remota, el mismo espíritu ardía con una llama inextinguible en los corazones del pueblo judío.
Un mensaje había viajado más rápido que el miedo, más veloz que los caballos: el nuevo primer ministro del imperio era Mardoqueo, el judío, y su autoridad crecía con cada hora que pasaba. Su nombre, antes sinónimo de un humilde portero, se había convertido en un símbolo vibrante de valentía, justicia y una sorprendente intervención divina.
*****👑*****
En el castillo de Susa, el epicentro del conflicto, los enemigos de los judíos se congregaron confiados, sus rostros marcados por la arrogancia.
Pero cuando intentaron levantar sus manos para iniciar la masacre, fueron sorprendidos por la resistencia feroz e inesperada de aquellos a quienes creían indefensos. Las calles empedradas resonaron con el estruendo del combate, el choque metálico de las espadas y el clamor de la lucha.
—¡Por nuestras vidas! ¡Por nuestra libertad! ¡Por el Dios de Israel! —gritaban los judíos, sus voces un coro de determinación, mientras el sonido de las espadas llenaba el aire con un canto de acero, un himno de supervivencia.
La batalla fue decisiva y sangrienta: en Susa, quinientos enemigos cayeron, incluidos los diez hijos de Hamán, el hombre que había tramado la destrucción de todo un pueblo.
Cada uno de ellos encontró su final, una justicia poética que cerraba el círculo de la maldad. Y sin embargo, en un acto de nobleza que asombró a muchos, los judíos no se apropiaron de los bienes de sus adversarios. No luchaban por enriquecerse, no buscaban botín, sino simplemente por sobrevivir, por preservar la existencia.
*****👑*****
En palacios y fortalezas a lo largo del imperio, los príncipes, sátrapas y gobernadores observaban con temor cómo la balanza del poder se inclinaba inexorablemente a favor de los judíos.
Al enterarse de la creciente autoridad e influencia de Mardoqueo, muchos de estos poderosos hombres, astutos en la política y temerosos de caer en desgracia, decidieron apoyar abiertamente a la causa judía.
—La mano de Mardoqueo está con ellos, ¡y su favor crece con el rey! —susurró un gobernador a sus allegados, con el rostro pálido—. Es mejor estar del lado de quien tiene el favor del rey… y, al parecer, también de los cielos.
Mientras decía esto, ordenaba a sus soldados ayudar activamente a los judíos en sus provincias, cambiando el rumbo de la batalla.
Así, en aquel día que debía ser de destrucción, los enemigos fueron abrumadoramente derrotados. En todas las provincias del imperio, los judíos prevalecieron sobre quienes los odiaban.
La noticia de su increíble victoria se propagó como fuego entre la hierba seca: un pueblo que iba a ser aniquilado había obtenido una victoria total, un reverso del futuro que nadie había anticipado.
—¡El Dios de nuestros padres no nos ha abandonado! —clamaba una mujer entre lágrimas de alegría y alivio, abrazando a su hijo con una fuerza renovada, un milagro vivo en sus brazos.
En la ciudadela de Susa, Mardoqueo, con sus vestiduras reales resplandeciendo bajo el sol del mediodía, su figura imponente como un faro de justicia, contempló el horizonte. A su lado, Ester permanecía erguida y serena, el viento de la victoria meciendo suavemente su manto de reina.
—Hiciste lo que nadie se atrevió a hacer, Ester —dijo Mardoqueo, mirando a la reina con un orgullo y una gratitud profundos.
—No habría podido hacerlo sola, Mardoqueo —respondió Ester con humildad, sus ojos fijos en el cielo—. Todo esto sucedió porque llegó el momento de alzar la voz… y porque Dios inclinó el corazón del rey a favor de su pueblo. Su mano estuvo en cada paso.
*****👑*****
Cuando la luna se alzó sobre Susa, bañando los techos de la ciudad con su luz de plata, el silencio que siguió a la batalla se llenó de un júbilo contenido, una paz que solo la victoria puede traer.
Los judíos, que habían librado su vida de la sombra de la aniquilación, comenzaron a reunirse en sus casas y plazas. Cada hogar encendió lámparas que parpadeaban como estrellas caídas a la tierra, iluminando rostros llenos de alivio y gratitud.
—Hoy no solo hemos sobrevivido —dijo un anciano con la voz quebrada de emoción, las lágrimas surcando sus arrugas—. Hoy hemos visto que nuestro Dios aún vela por nosotros.
Mardoqueo, con la dignidad de quien carga con el peso y la responsabilidad de un pueblo, y la humildad de un verdadero líder guiado por la fe, caminó junto a Ester por las calles de Susa.