El Café Mistral abría todos los días a las seis de la mañana y cerraba a las diez de la noche, sin falta.
Sus paredes estaban desgastadas por el paso del tiempo y la falta de mantenimineto,el aroma del lugar era de cafe tostado.
A esa hora —las nueve y media— el lugar ya estaba vacío.
Excepto por Martín, el dueño, y Alicia, que siempre pedía lo mismo: un latte con doble espuma y un croissant partido en dos.
Nunca hablaban demasiado.
Ella llegaba, se sentaba en la misma mesa junto a la ventana, sacaba su cuaderno y escribía su novela 1000 años despues.
Martín, desde la barra, fingía ordenar tazas mientras la miraba sin que ella lo notara.
O tal vez sí lo notaba.
Un día cualquiera de noviembre, Alicia no fue a la cafeteria.
Tampoco al dia siguiente.
Martín lo notó más de lo que quiso admitir.
Cada noche, al cerrar, se encontraba mirando la silla vacía junto al ventanal.
Cuando finalmente volvió, traía el brazo vendado y una sonrisa cansada.
—Tuve un accidente en bicicleta —dijo, riendo suavemente—. Nada grave.
—Pensé que habías dejado de venir —respondió él, intentando sonar casual.
—No sabría dónde más escribir —dijo, y bajó la mirada al cuaderno.
Desde ese día, Martín comenzó a quedarse un poco más cerca de su mesa.
Le traía el café antes de que ella lo pidiera, cambiaba el disco del tocadiscos por uno de jazz suave y, a veces, cuando se quedaban solos, hablaban.
Primero del clima.
Luego de libros.
Después de lo que duele vivir solo.
Una noche, mientras una tormenta golpeaba los cristales, la luz se fue.
El café quedó envuelto en sombras, solo iluminado por las velas de las mesas.
Alicia suspiró.
—Parece que el mundo nos regaló una pausa —dijo.
Martín se sentó frente a ella por primera vez.
El silencio entre ambos era tibio, como un secreto compartido.
—¿Por qué escribes? —preguntó él.
—Una novela.
—¿Puedo leerla?
Ella sonrió, pero no respondió.
Siguieron viéndose durante meses.
No eran pareja, ni amigos exactamente.
Eran algo más ambiguo y aun más frágil: dos personas que se entendían sin necesidad de decirse nada.
Hasta que un día Alicia no llegó.
Ni al otro.
Ni al siguiente.
Ni al mes siguiente
Paso el tiempo
Una año después, Martín recibió una carta sin remitente.
Dentro, una página arrancada del cuaderno:
“Gracias por enseñarme que todavía quedaba calor en este mundo.
No te preocupes por mí.
Me iré antes de que cierre el café.”
Pasaron los años.
El Café Mistral cambió de nombre, de dueños, de muebles.
Solo la mesa junto a la ventana seguía igual.
A veces, cuando el sol cae y el reflejo del vidrio deja ver el interior, alguien jura ver la silueta de una mujer escribiendo.
Y al fondo, un hombre sirviendo café, sonriendo con esa mezcla de ternura y melancolía de quien amó sin necesidad de poseer.
Quizas un dia se vuelvan a encontrar...