1000 y un historias antes de dormir

El ultimo disparo

Frente Oriental, invierno de 1944.
La nieve cubría todo el campo de batalla, los cuerpos de los soldados, los tanque destruidos y la sangre.
Ese seguía ahí: el rugido de los cañones, el eco de las órdenes, el murmullo de los moribundos.

El sargento Erik Kovacs llevaba 4 dias sin pegar el ojo.
Su pelotón había quedado atrapado en un bosque sin refuerzos, con apenas seis hombres, poca munición y mucha fe mas que miedo.
El enemigo avanzaba por el este, lento pero constante, y cada amanecer dejaba menos compañeros y más cruces improvisadas.

Kovacs había sido un simple granjero antes de toda esta guerra inutil.
Sabía de sus cosechas, de la temporada de lluvia y de cómo el barro se pegaba a las botas igual que el miedo al cuerpo.
Ahora solo sabía calcular distancias, viento y el tiempo que tardaba una bala en atravesar un cuerpo humano.

El frío era tan intenso que el metal se pegaba a los dedos.
El cabo Marek, el más joven del grupo, intentaba encender un cigarrillo con las manos temblando.
—¿Cree que saldremos de esta, sargento? —preguntó.
Kovacs no respondió.
El silencio era la única forma de no mentir.

Un disparo retumbó en la distancia.
El eco rebotó entre los árboles como una bestia invisible.
Kovacs levantó la mira del fusil y vio movimiento: tres siluetas con uniformes enemigos avanzando por la colina.

—A posiciones —ordenó.

El combate duró apenas unos minutos.
El bosque volvió a quedar en silencio, solo roto por la respiración pesada de los hombres.
Uno de los suyos, el soldado Heinrich, yacía boca abajo.
Kovacs se arrodilló junto a él.
La sangre se mezclaba con la nieve, formando un rosado oscuro.

—Sigue siendo hermoso —dijo Marek, mirando el amanecer.
—¿Qué cosa?
—El mundo. Incluso así.

Kovacs pensó en su esposa, en su hijo que apenas había aprendido a caminar antes de que lo reclutaran.
El mundo seguía siendo hermoso, sí, pero no para ellos.

Al tercer día, solo quedaban dos.
Marek y él.
Los demás habían caído o desaparecido entre los árboles.
El enemigo estaba a menos de un kilómetro.

Kovacs revisó su último cartucho.
Un disparo.
Uno solo.

—¿Qué hacemos, sargento? —preguntó Marek.
—Esperar.

La nieve comenzó a caer con fuerza.
El joven se acurrucó junto al fuego diminuto, y Kovacs lo observó dormirse.
El rostro del chico era el de un niño que soñaba con otra vida.
Kovacs se levantó, tomó su fusil y caminó hacia la colina.

Desde allí vio el valle cubierto de humo, los restos de tanques ardiendo, y el horizonte pintado con fuego.
Sabía que si el enemigo los encontraba, Marek moriría sin siquiera despertar.

Apoyó el fusil, ajustó la mira y esperó a que la primera silueta cruzara el límite del bosque.
Respiró hondo.

Apretó el gatillo.

Semanas después, las tropas aliadas encontraron el cuerpo de Kovacs en la colina.
A su lado, el fusil descargado y una pequeña fotografía guardada en la mano: una mujer con un niño en brazos.
El joven Marek sobrevivió.
Dijo que escuchó un disparo al amanecer, y luego nada más.

Cuando lo rescataron, repitió algo una y otra vez:

“El sargento dijo que no todas las guerras terminan con una bala.
Algunas terminan con un acto de amor.”

Hoy, en el museo militar de Budapest, hay una vitrina con un fusil viejo y una nota amarillenta:

“Último disparo, colina del este.
Dedicado a quienes dispararon para que otros vivieran.”

Y cada tanto, algún visitante jura escuchar el sonido lejano de un disparo entre los pasillos.
No de muerte, sino de despedida.



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En el texto hay: relatos, antologias, relatos breve

Editado: 28.10.2025

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