Historia 10 — “Lo que respira bajo”
Nadie escuchó el último mensaje del submarino Trident IV.
Solo el sonido de algo grande rozando el casco y una respiración.
Una respiración profunda, demasiado lenta para ser humana.
El doctor Jonás Harrow no creía en maldiciones, pero sí en los datos.
Era biólogo marino, y su equipo había descendido a casi once mil metros, al punto más profundo del océano, donde la presión puede aplastar un cráneo en segundos y la oscuridad es tan densa que parece materia.
Su misión: recolectar muestras de microorganismos bioluminiscentes.
Nada más.
Al menos, eso decía el informe.
A las 02:17, el Trident IV dejó de transmitir.
Solo Jonás logró salir.
Lo encontraron dos días después, flotando en una cápsula de emergencia, delirando, con la piel llena de marcas de ventosas que no correspondían a ninguna especie conocida.
Semanas más tarde, mientras se recuperaba en el Instituto Oceanográfico, Jonás comenzó a escuchar el sonido otra vez.
Una respiración en los altavoces apagados.
Un eco que parecía venir de muy lejos… o de muy adentro.
Intentó dormir.
Cada vez que cerraba los ojos, veía lo mismo:
un abismo iluminado por destellos azules, y algo moviéndose entre las corrientes.
Una forma inmensa, con ojos como faros apagados.
Una silueta que no nadaba, sino que se deslizaba por debajo del mar, como si el océano tuviera otra capa.
A veces, juraba escuchar palabras entre las burbujas:
“Ven abajo.”
Los informes del accidente fueron sellados, pero Jonás los conocía de memoria.
El sonar había detectado algo antes del colapso del submarino: un vacío de 9 kilómetros de ancho, un hueco sin ecos.
Un lugar donde el sonido no regresaba.
Ningún océano conocido tiene un vacío así.
Era como si el mar hubiese abierto la boca.
Un mes después, Jonás pidió volver a bucear.
Dijo que necesitaba comprobar algo.
El equipo se negó, pero una noche desapareció.
La cámara de seguridad lo mostró caminando solo hacia el muelle con un tanque de oxígeno y una linterna.
Nunca volvió a la superficie.
Días después, el sonar del Instituto captó una señal.
Era débil, pero inconfundible: el código de identificación del Trident IV.
El submarino perdido.
Se encontraba ciento veinte kilómetros más profundo de lo que se creía posible.
Y, entre los ruidos estáticos, una voz:
“He visto el fondo.
No hay fondo.”
Los buzos que investigaron el área regresaron con crisis nerviosas.
Uno de ellos, antes de arrancarse el regulador y ahogarse en el muelle, alcanzó a decir:
“En el mar… hay algo que respira.”
Hoy, los sistemas de vigilancia marina registran cada tanto una pulsación en las profundidades: una vibración cíclica, idéntica a un latido.
Algunos creen que es una falla tectónica.
Otros, que el Trident IV sigue transmitiendo.
Y si alguna vez te bañas en el mar y sientes bajo tus pies una corriente tibia, como un suspiro que sube desde abajo…
no te muevas.
Podría estar asechando.