Illunois - Ciudad de San Veridiano.
Un bloque departamestisico, 24 pisos, demasiadas ventanas como para contarlas.
Y un rumor que nadie quería confirmar: que en el apartamento 412, a veces, alguien miraba desde dentro, aunque este llevaba años vacío.
Camila Ortega, 29 años, recién llegada a la ciudad, lo alquiló sin hacer muchas preguntas.
Era barato, tenía buena vista y —según el agente— solo necesitaba “una mano de pintura”.
La primera noche, mientras desempacaba, escuchó pasos en el pasillo.
No era raro: el edificio era viejo y las cañerías crujían.
Pero los pasos se detuvieron justo frente a su puerta.
Y se quedaron ahí.
Camila miró por la mirilla.
Nada.
Solo un pasillo iluminado por una luz parpadeante.
Los días siguientes fueron normales… casi.
Cada madrugada, a las 3:11 exactamente, el teléfono fijo sonaba una vez.
Una sola vez.
Sin voz al otro lado.
Una noche, por impulso, decidió contestar.
—¿Hola?
Silencio.
Luego, un susurro leve, tan suave que parecía respiración:
“No estás sola.”
Camila colgó.
Intentó convencerse de que era una broma.
Pero al mirar por la ventana, vio algo imposible:
en el edificio de enfrente, en una ventana frente a la suya, había alguien observándola.
Y esa silueta levantó la mano… con un movimientoantinatural, eso no podia ser humano.
Los espejos comenzaron a cambiar.
Pequeñas cosas, detalles: el reflejo pestañeaba un segundo más tarde; sonreía cuando ella no lo hacía; a veces tenía ojeras más profundas.
En el baño, una noche, notó algo nuevo grabado en el vapor del espejo: “NO SALGAS DEL EDIFICIO.”
El portero del lugar —un hombre anciano con una voz gastada— solo dijo una frase cuando ella le preguntó:
—Señorita, el 412 no debería haberse alquilado.
—¿Por qué?
—Porque usted ya vivía ahí.
Camila comenzó a notar detalles que no coincidían:
En el buzón había cartas dirigidas a su nombre, fechadas tres años antes.
La vecina del 411 juraba haberla visto antes.
Y cada noche, cuando trataba de dormir, alguien tocaba el timbre.
Tres veces.
Siempre tres.
Una noche decidió abrir.
No había nadie en el pasillo.
Solo una caja frente a la puerta.
Dentro, una grabadora encendida.
Reprodujo la cinta:
“Hola, Camila. Si estás oyendo esto, significa que no logré salir.
No mires por la ventana. No confíes en el reflejo.
No dejes que el teléfono suene tres veces.”
La voz era suya.
La mañana siguiente, el portero encontró la puerta del 412 entreabierta.
Dentro no había muebles, ni maletas, ni señales de ocupación.
Solo un espejo grande, agrietado, apoyado contra la pared.
En él, el reflejo mostraba un apartamento limpio, con una mujer sonriendo y desempacando cajas.
El reloj marcaba las 3:11.
El teléfono sonó una vez.
Y en el edificio de enfrente, en la ventana correspondiente, alguien levantó la mano y saludó.
Nadie volvió a alquilar el 412.
Pero algunos vecinos aseguran que, en las madrugadas, cuando el viento sopla desde el norte, el teléfono del pasillo suena una sola vez…
y una voz femenina responde desde adentro:
“Ya estoy en casa.”