Quetzali no deja de insistirme con que quiere tener hijos, me lo recuerda cada vez con más insistencia.
—¡Apúrate carnal! —me grita mi compañero sacándome de mis pensamientos.
Delante de mí, de rodillas, una muchacha de unos 13 años, veo a un viejo conocido reflejado en sus ojos marrones, es el miedo apoderándose de su alma, los afilados labios temblorosos, sus mejillas manchadas de rímel, los sollozos perturbadores.
A su lado yacen inertes mis dos objetivos, ella solía llamarlos papá y mamá.
—¡Apúrate! —insiste mi compañero.
Sujeto el fierro delante del rostro juvenil de la chica, casi puedo tocarle con él. Dudo.
La duda es una mala compañera en esta profesión, quién duda, perece. Mi mentor siempre me lo dejó claro. Sus consejos y enseñanzas agolpándose en mi mente, el rostro de Quetzali dibujándose por un instante en la cara de la inocente muchacha.
El disparo retumba en las paredes de la habitación provocándome un escalofrío, el fogonazo de la detonación característico, el olor inconfundible, el casquillo tintinea varias veces sobre el suelo cerámico hasta detenerse.
La muchacha se derrumba sobre los cuerpos sin vida de sus progenitores. La sangre le brota oscura por el orificio de la cabeza tiñendo su cabello castaño de rojo.
—¡Eres un cobarde! —grita el sádico de mi compañero, todavía apuntando al cuerpo sin vida de la muchacha que acaba de ejecutar —¡voy a contarle al Patrón que no sirves, perro!
La duda es una mala compañera en este negocio, tipos como este con los que cumplo las misiones no dudarían un segundo en llenarme de huecos si el Patrón así se lo ordenase.
La decisión ya esta tomada, no es nada personal, solo trabajo.
Disparo tres veces a mi compañero por la espalda mientras salimos de la casa, no voy a permitirle a nadie que estropee mi reputación. El vato se arrastra por el suelo entre lamentos, camino los últimos pasos hasta colocarme encima de él y sin pestañear le vuelo la tapa de los sesos.
Reviso la calle con la mirada en busca de testigos, se ve desierta a estas horas de la madrugada, me aproximo hasta el carro ocultando mi pistola bajo la camiseta colocándomela en el cinturón. Dejo atrás la bonita casa, los federales tendrán un par de horas de trabajo intentando averiguar lo que pasó. Manejo despacio por las calles de esta colonia de gente adinerada, contemplando las lujosas viviendas parcialmente ocultas tras los muros de cemento con los que sus moradores creen estar a salvo de tipos como yo. La imagen del rostro de la muchacha me persigue, una sensación incómoda en la boca del estómago me acompaña sin darme tregua. Piso el pedal del freno con brusquedad deteniendo el carro en mitad de la solitaria calle, rebusco en la guantera hasta encontrarla.
Vacío lo que queda de la botella de un trago, el aguardiente desciende por la garganta abrasándome, aplacando la incomoda sensación con su calor mientras recorre mis entrañas. Bajo el vidrio de la ventana y arrojo la botella vacía con fuerza contra el asfalto, el sonido del cristal estallando en mil pedazos contra la dura superficie me devuelve a la realidad.
Tecleo el numero en mi celular.
—¿Cómo les fue?
—Todo en orden Patrón —informo —necesitaré un nuevo compañero —continuo con frialdad —los putos estaban armados y mataron al homie.
—Bien, no te preocupes ahora por eso —responde el Patrón al otro lado del aparato —necesito que vueles a Madrid.
—¿Madrid?
—Si, tenemos un par de asuntos que resolver allá.
—Lo que usted disponga Patrón —digo sin dudar.
—Volarás mañana mismo desde Ciudad de México, los muchachos se encargarán de todo.
El Patrón cuelga sin despedirse. Apoyo la cabeza en el reposacabezas y aspiro el aire fresco nocturno por la nariz. Permanezco con los ojos cerrados escuchando el ronroneo del motor del carro en mitad de la larga calle, las sirenas de la policía suenan en la lejanía. Apoyo el codo en la puerta y con la ventanilla bajada me enciendo un cigarro. Mi rostro iluminado por la llama del encendedor reflejado en el espejo retrovisor. Aspiro el humo ansioso, dejando que inunde mis pulmones con su adictiva toxicidad. Debería dejar de fumar.
Marco el numero de Quetzali en la pantalla.
—¿Bueno, quién habla? —escucho la voz de mi mujer al otro lado.
—Tengo que volar a Madrid cariño —confieso sin rodeos inhalando una bocanada tras otra.
—¡Eres un pendejo! —responde mi amada tras un incomodo silencio —¡estoy harta!
—Solo serán unos días mi amor —me excuso.
El sonido del fin de la llamada me devuelve a la solitaria realidad de las duras calles de Guadalajara. Debería buscarme otro trabajo.
Saco la tarjera SIM del teléfono, la rompo por la mitad y arrojo los trozos por la ventana. Debajo del asiento una nueva tarjeta esperando a ser activada. Coloco la carcasa del celular, activo el dispositivo y entonces es cuando las veo.
En el espejo retrovisor derecho se reflejan las luces azules de los placas. Le doy una última bocanada al cigarro antes de tirarlo por la ventana al tiempo que me acomodo la nueve milímetros en la cintura a la altura de la mano derecha.